Mostrando entradas con la etiqueta Textos de ficción. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Textos de ficción. Mostrar todas las entradas

jueves

Chica boy scout

Me das la espalda y te veo partir hacia el bosque, te vas corriendo con tu machete en alto, cortando la maleza, peleando contra los aborígenes nativos como una chica boy scout sin parar, sin parar. Te vas casi sin despedirte, sabiendo que podés volver. Llegando a algún rellano para fumarte un cigarrillo, que dura nada más que unos instantes y después otra vez a la carga machete en mano. Dale que dale. Se te lastiman, los dedos, las piernas y la frente que pega contra las ramas te deja cicatrices que marcan tu cara.
Solamente parás para dormir un rato, comiendo al paso los frutos silvestres que te ofrece la jungla, que son pocos, algunos amargos y otros hasta tóxicos. Hay monos que te siguen y que te gritan en un idioma extraño, vos los querés correr, no querés que nada detenga tu paso. Llevas tus zapatos de exploradora pero andás sin notar los peligros, los animales salvajes, los bichos, las víboras que te pasan cerca y también los ojos humanos que aparecen entre el follaje y vos como si nada y te miran como para atacarte pero después quedan desorbitados sin entender como es que no tenés miedo, como de tanto rozar lo frágil se te hace coraza.
Podrías parar y sentarte, mirar pausado lo que te rodea, posando los ojos en cada cosa, tomar alguna de esas manos que aparecen brindándose entre las hojas que te arrastrarían lejos de allí, respirar profundo, sentir el perfume frío del bosque, escuchar el cariño de los pájaros, pero vos seguís como topadora arrollando, a pesar de tu confusión, de tus fallas y de todos tus dolores. Esos que te hacen sentir partida y que cargas como un remolino de aire caliente que te crece adentro.
Arremetés y pasás por algunos refugios que te ofrece la selva, que antes construyeron los exploradores para la gente que corre como vos, donde hay albergue y compañía, pero vos seguís de largo, pensando que tal vez mañana, tal vez mañana, pero ahora no. Ahora no. Estudiaste tu manual de supervivencia boy scout, rendiste el examen, y te recibiste.
Hay que seguir y si es necesario en el camino perderlo todo, parece que no te importara, las cosas se te van cayendo, se caen de esa mochila pesada que cargas, y ruedan por el acantilado, unos botones, el teléfono, las fotos, el pasaporte, los ríos de palabras hablados, que te dejan la boca pastosa de tanto usarla. La garganta seca algo herida, rasposa. Estás sorda, estás ciega, estás salvaje, pero no estás muda.
Pero no se qué decís porque a mí no me hablás. Y sin embargo sigo aquí como un soldado y te preparé una sopa, la hice despacito con todas mis partes, las viejas la nuevas las conocidas y desconocidas. Y la recaliento todo el tiempo esperando alerta por si escucho tu voz llegar de lejos, y aparecés de repente y estás con hambre.

martes

El calor


- El calor de unas manos sobre mis hombros, como si me los estuvieran agarrando.
Eso es lo que ella decía cuando intentaba explicar lo que estaba sintiendo. Pero no había nadie detrás, nunca había nadie. Y volvía a decir lo mismo, que ese calor la tranquilizaba, la protegía.
- Son manos que me están guiando, solía repetir.
La primera vez que contó lo que le pasaba fue a su hermana y lo hizo para salir del paso. Se lo tuvo que contar, porque su hermana la vio muy cerca de la ventana, asomándose demasiado. Ese calor la guiaba, pero a veces a lugares que a la vista de los otros, podían perecer peligrosos.
- Qué te pasa Gregoria, salí de ahí, le dijo su hermana.
Asomada sobre el borde de la ventana, con medio cuerpo hacia afuera Gregoria se sentía fuerte. Con la vista abarcaba la ciudad, que se derramaba a sus pies. Los edificios se fundían en una serie de manchas grises y ella extendiendo las manos cubría los que no le gustaban.
Ese fuego en los hombros comenzó una tarde en la que el sol pegaba como mil demonios y siguió con ella toda la noche. Había aceptado salir de la casa unas horas para darle el gusto a sus hijas y acallarlas un poco. Al anochecer, en el umbral de la puerta cuando sus hijas se despedían llenándola de consejos, Gregoria pensó que había dejado la calefacción encendida en pleno verano y que el calor que emanaba su propio cuerpo provenía del exterior.

lunes

Manchas de pintura

Decidiste salir y no te cambiaste los pantalones con los que habías estado trabajando todo el día, unos jeans anchos, raídos y manchados de pintura. Buscaste un lápiz y te pintaste los labios de rojo sin mirarte al espejo. Siempre hacías eso y te quedaban bien. Tenías el pelo revuelto y te peinaste así nomas con los dedos, algunos mechones a la derecha, otros a la izquierda. Pensaste que ya te tocaba hacerte color, las raíces marrones estaban asomando y aunque odiabas las peluquerías ibas a tener que ir a una, porque te diste cuenta que no sabías teñirte sola. Encontraste las llaves tiradas en el piso, entre los óleos que habías usado ese día, todos en la gama del amarillo. Agarraste algo de plata y saliste, el lugar quedaba a dos cuadras, casi a la vuelta de tu taller.
Hacía tiempo que no ibas al boliche pero igual en la entrada te encontraste con unos amigos. Se quedaron en la puerta fumando un rato, ellos convidaban. Vos mientras tanto mirabas a las chicas que iban entrando, viendo como estaba el ambiente después de tanto tiempo. Te pareció ver mas minas en pareja, muy pocas parecían estar solas.
Apenas entraste, el tufo de la atmósfera te hizo acordar de golpe todas las noches que habías pasado en lugares como este, mucho olor a alcohol, a cerveza derramada, a cigarrillo fumado a escondidas.

sábado

Amor in, amor out

La noche del sábado se fue acercando con incertidumbre pero con ganas. Pensaste mucho que ropa ponerte, estabas entre una minifalda de jean o unos pantalones vintage con tachas. Fuiste por la minifalda y la combinaste con calzas y botas negras. Arriba mucho escote, para mostrar lo que tenías y que tantas puertas te había abierto. El pelo revuelto y rimmel oscuro marcando bien tus ojos negros. 
Tus amigos Peter y Pablo ya te habían dicho varias veces de ir con ellos a ese boliche por el centro. En largas charlas te pedían que te decidieras y dejaras de dar tantas vueltas, que tenías que explorar otros lugares. Pero vos te negabas, decías que no podías salir, que todavía estabas enganchada con ese ex novio que te seguía cagando, con el que habías cortado varias veces.
Llegaron los tres temprano y enseguida ellos vieron a sus amigos y te dejaron sola con tu traguito en la mano, que te tomabas rápido para no mostrar tus nervios. Mirabas el ambiente y te pareció que había más chicas que chicos. Te colgaste viendo las luces del boliche y bailando un tema ochentoso. Así es como te encontró y en seguida se te puso a bailar bien cerca. Tenía el pelo platinado cortado desprolijo y un piercing en la ceja izquierda. Los labios gruesos pintados de rojo. Pensaste treinta y cinco años. Vos te movías sin que te importase quien te estuviera mirando.

martes

Amor verdadero

Hubo una época en que no tenía televisión. Lo hacía de moderna, porque la televisión es una mierda como dicen todos, pero por algún motivo me había enganchado con una telenovela, de la cual en el trabajo todos hablaban en los almuerzos y yo me iba enterando de a poco las idas y venidas de los distintos personajes y mas que nada de los amantes de la ficción.
A medida que pasaban los capítulos empecé a sentir la necesidad de enterarme que pasaba en la novela en el momento en que la daban, como hace todo el mundo, que quiere conocer las novedades al mismo tiempo, reír y llorar al mismo tiempo que los protagonistas y en un coro al unísono pero invisible, suspirar con los besos.
En esa época vivía con un novio que tuve, en un departamento medio berreta que le alquilaba a una amiga (con la que después me peleé) que quedaba por Corrientes y Gurruchaga.
Las paredes parecían hechas de cartón, se escuchaba todo lo de alrededor. A la nochecita empecé con la costumbre de pegar la oreja a la pared a la hora en que daban la novela, para poder escucharla del departamento de mis vecinos de al lado y así me empecé a poner al tanto de lo que iba pasando: la muchacha joven había ganado un millón de dólares en la lotería y engañada por el galán maduro, planeaba dejar a su verdadero amor.

sábado

Rosana y Tito

Cuando yo llegaba a la casa donde Rosana daba las clases de guitarra por lo general Tito ya estaba allí. Recién peinado y bañado, en silencio esperando su turno para tocar. El era más grande que yo, había terminado el secundario y creo que hasta tenía un trabajo en una banda y tocaba en fiestas los fines de semana. Yo todavía seguía yendo por las tardes al conservatorio, después de la escuela.
La casa donde se daba las clases era de esas antiguas, que vienen de a dos: una puerta es para la casa de abajo y la otra es para la del primer piso. Después que Rosana bajaba a abrirme subíamos una larga escalera que daba a un salón que tenía un ventanal y donde siempre había flores frescas.

lunes

Las Islas

La cachetada me la dio mi mamá y sonó bien fuerte. Estaba en el secundario todavía, había ido a estudiar de una amiga después de clase y no le había avisado. Todavía había militares en el gobierno y desaparecer de la casa en esa época tenía un peso muy diferente a desaparecer en cualquier otro momento. Cuando volví tenía el uniforme de la escuela todavía puesto y me encontré con mi vieja desesperada que me recibió dándome una cachetada en el hall del edificio de la calle Lavalleja. Me acuerdo que había vecinos mirando y a mí me dio mucha vergüenza. Y ella gritándome: dónde mierda te metiste.
No hacía mucho que habíamos visto cómo se llevaban a la chica. El balcón del departamento donde vivíamos estaba en el primer piso y daba a varias paradas de colectivos justo en la vereda de enfrente. A mi vieja no le gustaba sentarse en ese balcón porque decía que se veía todo desde abajo, que estábamos como en un escenario. Bueno, también se veía todo lo de abajo: quién esperaba el colectivo, cuanta gente había, que hacían.
Esa tarde mi hermano había estado jugando con sus soldaditos y con un chiche nuevo que le habían regalado para el día del niño, la Ballesta Codel. Era una ballesta de plástico tipo la que usaba Robin Hood, que disparaba flechas con sopapitas en la punta. Había estado toda la tarde jodiéndome con la ballesta tirándome las flechitas. Algunas se pegaban en los cuadros y tapices que había en las paredes, que eran de mi mamá, de cuando vendía adornos.
El chiche era sencillo porque después de un rato de andar tirando se rompió. La cuerda que lanzaba las flechas se partió al medio y también se rompió el gatillo de la ballesta. La tarde estaba tranquila, en mi casa estábamos los tres de siempre, mi vieja, mi hermano y yo. La ballesta hacía ruido cuando tiraba las flechas y mucho más ruido hizo al romperse. En el silencio después del asombro de ver la ballesta rota fue cuando escuchamos los gritos y nos asomamos al balcón. Ahí vimos a la chica, vestida con una falda rosa, que estaba esperando el colectivo. Habían cortado la calle, de esquina a esquina atravesando autos y bloqueándola. La chica temblaba y había un tipo que le hablaba muy serio. Nosotros tres nos agachamos y mirábamos todo escondidos detrás de las macetas del balcón. En un momento uno de los tipos nos miró fijo desde abajo con su metralleta en la mano. El otro seguía haciéndole preguntas a la chica. Había unos cuantos más, que vigilaban por los costados. Le pregunté a mi mamá si no había sido el ruido tan fuerte que hacía la ballesta cuando disparaba las flechas, lo que había atraído a esos hombres. Mi mamá me miró fijo y abriendo bien los ojos me dio a entender que me callara la boca. Después agarraron a la chica entre cuatro, dos de cada brazo y dos de las piernas y la metieron en uno de los autos. La chica gritaba por su mamá. Pegaba gritos desesperados, mientras se convulsionaba agarrada entre cuatro bestias. Llamaba a su mamá, mientras la mía nos agarraba de los pelos y nos metía rápido para adentro. Después le pregunté si iba a llamar a la policía y mi mamá otra vez me habló con los ojos cómo diciendo que ella tampoco entendía.
Mucho tiempo después me tocó ir a ver la obra de teatro Las Islas de Carlos Gamerro. Primero me enojé porque la entrada (que me la habían regalado) era en una ubicación pésima, en la fila veinte del segundo piso y a un costado. La obra empieza con la escena de la violación del empresario Tamerlán al hijo que nunca quiso mientras asesina y tortura a todos buscando al hijo que siempre quiso y que está desaparecido en las islas. Pero después me alegré de poder ver todo ese horror desde esa distancia, escondida detrás de muchas cabezas, como una espía, bien lejos del escenario.

viernes

Nemesio

Primero paré un taxi, pero siguió de largo. Atrás estaba Nemesio en su taxi amarillo, aunque 
con algo de gris porque estaba un poco sucio. El azar quiso que fuese él el que me hiciera el 
paseo y no por ejemplo ese otro que parecía simpático pero no se si habría hecho el esfuerzo extra como Nemesio, cordial y amable hasta lo ridículo.
Le pedí que me llevase a ver el canal y me dijo que el viaje salía 10 dólares. Partimos. 
Después le pregunté  que otros lugares podría conocer y ahí me ofreció otro tipo de paseo,  donde el tiempo le iba a permitir contarme cosas de su país, y más tarde cuando  ya estuviéramos tomándonos unas cervezas hablar de Messi, del  descenso de River  y hasta del tano Pasman, de política también, pero quién no habla de política en Latinoamérica. Me pasó sus tarifas: 40 dólares por 3 horas de paseo con la opción de seguir otra hora que sean 50 dólares. Le dije que en ese momento no sabía cuanto tiempo iba a querer  andar y que mas adelante iba a decidir.

domingo

es de noche

es de noche y alzándome retirándome para tomar distancia y verte de lejos, 
y luego hacia adelante cayendo me quema pensar en tu corazón que late en este momento,
esa vibración pequeña lejana,
de un eco interior en el silencio interno,
allí nadie habla, todo es liquido,
con el corazón presente en cada rincón se escucha desde cualquier lado adentro de tu cuerpo, latiendo,
lo escucho cada vez mas cerca, voy llegando, ahí está, ya lo veo,
al corazón como un sol que me da sombra, vivo, adentro tuyo esperando que yo lo toque, que lo acaricie,
ya tengo tu corazón en mi mano que entra apretado en un puño,
lo mantengo quieto, siento que deja de respirar, que se apaga si lo aprieto,
ese eco pequeño lejano que se escucha lentamente desde las sombras, se me está escapando de entre los dedos, se está yendo,
apoyo la oreja en tu costado y de nuevo lo siento,
se que está ahí adentro y me habla a mi, late para mi, en un diálogo secreto que nosotros mantenemos,
el eco que se te escapa por la piel, desde tan lejos,
pasando por tantas capas de tejido, de liquido, de órganos, se que está vivo, lo tuve frente a mis ojos, lo vi de cerca,
puedo escucharlo desde la planta de tus pies, si apoyo la oreja allí, lo escucho latiendo.

martes

Inmigrante

Hoy fui a la casa de la calle Cornwall. Me encontré con Dennis, a quien no había visto nunca antes, aunque si conozco a su papá, Henry. Dennis se parece a Henry, habla rápido igual que él,  y tiene los mismos giros idiomáticos como "it´s that right, yeah yeah", aunque el hijo tiene los ojos bien azules y los de Henry son marrones. Fue mas fácil hablar con él conociendo a su papá.
Yo necesitaba ver la casa en donde había vivido durante muchos años. Cuando les avisé a Henry y Kathy que venía a la ciudad por unas semanas y que tenía muchas ganas de visitarlos y volver a ver la casa me dijeron que Dennis podía mostrármela. Ellos se fueron a pasar los últimos días del verano a la quinta que tienen en el norte, por eso no están aquí para hacerme el tour. Dennis se mudó hace poco, justo después de su divorcio y no vivía aquí los años que yo pasé en el lugar.
Me costó un par de días ubicarlo por teléfono para arreglar la visita. Apenas llegué me dio la mano, como se saluda por aquí aunque parezca frío en otras partes, entonces yo ni siquiera amagué con darle un beso. Primero me mostró la planta baja, que está totalmente cambiada, con la cocina puesta a nuevo y lo que era el living hecho el dormitorio principal, donde duermen Henry y Kathy. Kathy no es la mamá de Dennis, es la segunda esposa de Henry.
Piso nuevito del flotante y mucha biblioteca con libros de arte. Lo único que reconocí fue el piano, aunque está un poco mas viejo y gastado. Creo que a Henry era al que le gustaba tocar. Ellos ya están jubilados y se pasan la vida viajando, en un par de meses se van a Australia.
Antes de pasar a los otros pisos me quiso mostrar el sótano, donde todavía están haciendo arreglos y me presentó al tipo que estaba trabajando ahí. Me mostró el lugar y hasta me explicó cosas de las cañerías, que se congelan en invierno.
Después Dennis me llevó al primer piso, donde yo viví varios años. Apenas subí la escalera, quise girar a la izquierda para entrar en la cocina, pero me encontré con una pared. Entonces donde estaba la cocina ahora está el estudio de Kathy y donde estaba mi dormitorio hay un salita de estar con libros y una guitarra y  donde estaba el armario ahora hay un pasillo que conecta al otro dormitorio y el baño está en el mismo lugar pero todo nuevo.
Lo único que están igual son las ventanas. En lo que era la cocina hay una ventana semicircular, que acá se llama "bay window". Al acercarme a la ventana me di cuenta que lo otro que está igual es el piso, que cruje en los mismos lugares.
Una vez Henry y Kathy me preguntaron si podían poner una alfombra para amortiguar los crujidos del piso antiguo de madera. En ese espacio comparti comidas y vinos con gentes, miré nevar por la ventana, llegué un febrero helado desde la torrida Buenos Aires a una calle Cornwall completamente desierta y silenciosa, planté infinidad de flores en el deck que da al fondo, aprovechando al maximo el verano, cogí mucho o poco, escribí en una máquina de escribir vieja y bonita, guardé mi ropa de invierno en un placard cuando llegaba la primavera, subí las escaleras corriendo infinidad de veces, una vez prendí una hornalla de la cocina eléctrica para calentarme el cuerpo pero me puse tan cerca que se me prendió fuego la ropa, por suerte ya tiré todas las cosas que escribí en esa máquina y la máquina no me la pude llevar porque era muy pesada.
Después subimos al segundo piso, que parecía recién alfombrado, adonde está viviendo él. Dennis ahí me pidió si me podía sacar los zapatos como es costumbre por acá, andar descalzos en las casas (aunque se hace mas que nada en invierno, por la nieve que se acumula en las botas y que cuando se derrite va dejando charquitos).
Entonces le sonó el celular, me pidió  disculpas y atendió la llamada. Me quedé un ratito esperando a ver si cortaba en seguida, pero la cosa daba para mucho entonces bajé al piso del medio en donde yo había vivido durante muchos años y me quedé sola mirando lo que me rodeaba, recordando en silencio y ahí me di cuenta que decidí volverme porque no quise seguir siendo inmigrante.

Simón, por orden alfabético

Simón mide con su mano el valor de las monedas que le quedan en el bolsillo, unos pocos pesos a lo sumo. Las deja para el regreso de la noche, cuando esté cansado y hambriento de llegar a su casa, piensa que por esa plata algún camionero lo va a dejar viajar con la carga. Ahora solamente camina con la mirada fija en el asfalto, en el pasto que crece en la banquina y en los autos que pasan rápido por la ruta.
Sabe de memoria que todavía le queda pasar por tres ranchos y por una casa antes de llegar al galpón. En el segundo rancho vive la familia Ramírez y es la única que él conoce. Ahí les puede pedir algo para comer, aunque sea un poco de pan mojado en leche.
Lo empieza a rodear el amanecer, que es rojo profundo y que le irrita los ojos. El aire, todavía frío de oscuridad, se va disipando con el albor.

Rolo

Vi a Rolo desde el colectivo. Cargaba en brazos a su hija, que ya debe tener como cuatro años, y un poco más atrás venía su mujer. La última vez que lo había visto fue antes de que naciera Camila. En esa época trabajábamos en la misma oficina, un lugar al que llamaba “el boliche”, porque te pagaban el sueldo como si fuese de fiado, como en los boliches de pueblo cuando no tenés para los mandados y van anotando en una libretita lo que se debe. Quedaba por Acoyte y Rivadavia y estaba en un edificio antiguo con algo de clase, que el dueño había reciclado para hacerlo parecer una empresa moderna, y así impresionar a las minas que llevaba.

domingo

El inquilino


Mi papá le avisó al inquilino a último momento que no le iba a renovar el contrato. Tenía miedo que el pibe reaccionase mal y le fuese a rayar el piso del departamento o a romperle algo. Se llamaba Juan Ignacio y lo vi una vez nada más. Cómo la situación era incómoda, porque era yo la que se iba a mudar, no sabía cómo decirle, si Juan o Ignacio o tal vez Nacho. Así que cuando marqué el número (que después fue el mío) pregunté por el Señor Juan Ignacio. Le dije: Soy la hija del Sr. Luis, la que se va a mudar y necesito pasar para tomar unas medidas. Al otro día estábamos frente a frente, yo sentada y él de pie. Debía tener mi edad, unos 25 años, me acuerdo que tenía el pelo muy negro y usaba flequillo.

lunes

Los griegos

Durante una época trabajé en Toronto en una panadería y café que eran de una familia griega y justo me tocó hacerlo en el momento en que los dueños se estaban divorciando. Ella, una flaca engreída que se creía muy top y que sentía orgullo de que Geroge Michael fuese de origen griego. Él, un tipo de melenita y traje lila brilloso, que hablaba muy pocas palabras en inglés y que había traído desde Grecia su plata para invertir en Canadá. Pasé muchas horas allí escuchándolos pelearse a los gritos, sin entender ni jota. 
Viajar a oscuras en una ciudad congelada no tiene nada de glamoroso y yo tenía el horario que empezaba a las 6 de la mañana. Apenas llegaba me tenía que poner a amasar para tener todo listo cuando abría al público. El que me enseñó el oficio fue el tío de la flaca, que había estado metido en muchos negocios y sabía, entre otros, de panadería.  Se llamaba Iorgos. Fue el que se terminó ocupando de pagarme cada quincena, mientras el matrimonio se iba desmoronando.

miércoles

Una caja con botones

Por el lado paterno mi familia es de las que guardan, mi abuela Syma guardaba todo. Cuando tuve que vaciar su casa, estuve seis meses yendo unas horas cada tarde agarrando cosa por cosa, mirándola de cerca, estudiándola y decidiendo que había que tirar, regalar o seguir guardando. Pasé desde encontrar un cofre con collares de fantasía hasta llaves sueltas sin dirección o pista. A veces mientras trabajaba (porque era un trabajo) dejaba prendida en el otro cuarto la televisión a todo volumen para sentirme acompañada. Miré cada papel, cada cubierto, cada rincón. Encontré una gran caja de madera llena de botones y entendí que de todas las prendas que habían pasado por sus manos, los había arrancado. Me acuerdo su apego a las ollas gastadas y negruzcas. Una vez discutí con ella cuando vi que la señora que le cocinaba se quemaba las manos porque tenía que agarrar con un trapo una olla ya sin mango, y cuando le llevé una nueva y quise tirar la rota, me gritó llorando que no se tira. Cuando finalmente me tocó vaciar la cocina, las tiré a todas. La caja con los botones la conservo y de vez en cuando la abro y recuerdo, en esa caja quedó guardado el olor de su casa.
Cada tanto me paro firme como pasando lista a una tropa, observo lo que me rodea y en un arranque de osadía, tiro algo de mis cosas. Hace poco hice desaparecer mi primera cámara de fotos. Una instamatic, de esas que venían con el rollo en un cartucho, el flash en un cubo y las fotos cuadradas. La tuve guardada mucho tiempo, solamente volvía a tocarla cuando me mudaba o se me ocurría acomodar. Encontré junto a la cámara algunas fotos ya deslucidas y pálidas. Me dio risa ver que en algunas aparezco con mi amada campera amarilla, bien de esa época. 
En una estoy abrazada hombro con hombro con mi amiga Natalí, nuestras caras juveniles bien redondas, sonrientes con el fondo de un desierto. Hace unos días recibí una carta de ella, a quien no veo hace diez años. En la carta me invita a visitarla y me pide que viaje los miles kilómetros que nos separan, que me espera.  A pesar del tiempo que pasó, con su carta sentí que adentro mío se avivó una brasa. 

domingo

Viernes 13

Apenas llego tengo un email de Gaspar pidiéndome que revise unas facturas. El mensaje lo mandó anoche desde su casa a las once y media y dice que a las cuatro tiene una reunión con Peter y que necesita saber si nos estuvieron cobrando de más. A media mañana me dice que los llame y me recita en voz alta palabra por palabra lo que tengo que decirles. Yo para no escucharlo me distraigo observándolo: la barba rala de mucho días, de pelos duros, largos y separados, la camisa arrugada fuera del pantalón, en el dorso de la mano izquierda tiene anotado algo en birome que no puedo leer. Pensar que en algún momento Gaspar me pareció un tipo atractivo y varonil. Le digo a todo que sí pero son cuatrocientas trece facturas. Cuando se pone de pie, me vuelve a repetir que llame. Al rato ya tengo desparramadas en mi escritorio las facturas que me cercan como barrotes, veo que son todas parecidas, pero no iguales. Vienen los del streching ponen música y las que me rodean empiezan a hacer los ejercicios mientras se ríen fuerte. No puedo irme ni tampoco quedarme, entonces cierro los ojos y con los auriculares puestos prendo la radio que está en una estación de música clásica pero que sintoniza mal. La muevo y se cambia a otra señal también de música clásica y entonces la música fluctúa entre: orquesta a todo trapo en movimiento finale y pianito solo tocando sonata.
Al mediodía paro aunque no tengo terminado ni la mitad. Salgo rápido para Plaza San Martín, hace un par de días saqué turno para subir a la Torre de Babel de Libros. Llego acelerada y con el almuerzo a medio digerir. Una chica simpática me regala un broche, filmo, saco como cincuenta fotos, todo lo que veo me parece hermoso y poético. Un poco me olvido de mi mañana, pero no del todo, en unos minutos tengo que volver. En el aire cuelga El Principito con el fondo de la calle, parece que el libro va a caerse cómo su dibujo final. Veo la estatua de San Martín que señala el cielo de los autores y entre las hileras de libros la gente parece una miniatura. La estructura asciende en diagonal y de los veinticinco que entramos debo ser la última que queda. Cuando intento subir al quinto y último piso el señor de seguridad no me deja por no se que problema con la baranda. El señor me lo dice muy tranquilo pero yo le contesto muy mal. Es que necesitaba urgente pelearme con alguien. 

martes

Porteños como yo



Camino y miro a la gente a los ojos. A la chica de jean y pulóver violeta o al otro con traje gris claro y portafolios o al chico de la gorra y el buzo de los San Antonio Spurs o a la mamá con el bebé en un cochecito caro. O a la vieja vestida con un abrigo beige y falda rosa o al otro que pide y está descalzo. Lo hago buscando una cara conocida entre las cientos que me cruzo en un día pero pocas veces reconozco a alguien y todas terminan siendo caras anónimas. Comparto con todos la ciudad y ellos también como yo son porteños, aunque muchos ya sé, están aquí de paso.

Me imagino que me encuentro con cualquiera de ellos en un lugar muy lejano, digamos en China y que de casualidad nos escuchamos el acento, la entonación, hasta nos miramos los gestos y la forma en que caminamos. Nos reconocemos próximos, nos saludamos, a los cinco minutos sabemos en que barrio crecimos, de qué cuadro somos, qué nos trajo a China, si vivimos o volvemos, cómo son nuestras familias, dónde se consigue yerba, nos reímos de los chinos, nos palmeamos en la espalda sonriendo y quizás hasta esa misma noche vayamos a escuchar unos tangos a ese boliche para turistas y yo que nunca lo bailé por primera vez me anime.
  

domingo

Tristeza urbana

Como tantos otros, padezco de algo llamado tristeza urbana. Mi analista me dice que la tristeza tiene que ver con la cobardía y yo creo que tiene razón, es una de las neuróticas formas de ser cobarde. En esos momentos me tiro a escuchar a Tom Waits cantando The Briar and the Rose o a kd lang cantando Hallelujah de Leonard Cohen y de a poco me meto bien dentro de esa gran nada que elijo con pereza o con goce, como dice mi analista.

Fue un novio, cuando apenas lo conocí en mi adolescencia, el primero que me habló de la tristeza unida a la soledad. Él decía que cuanto más rodeado de gente estaba, mas solo se sentía. Ese novio era un joven de piel oscura, ojos negros y acuosos que había nacido en un país exótico. Usaba un bigote espeso, que ahora debe estar más blanco que el negro que era antes. Había trabajado de taxista y hasta de intérprete y tenía una boca terriblemente rencorosa, que al final de nuestra relación terminó lanzando espuma cuando me ladraba con rabia. Su madre era muy flaca y un poco déspota, pero cocinaba un cuscús delicioso y su padre era pelado y narigón. A sus dos hermanas al final las terminé queriendo mucho más que a él.
Me fui de la que fue nuestra casa con lo puesto, pero él me reclamó hasta el potus. Por suerte no lo ví nunca más pero la tristeza urbana de la que él hablaba sigue presente. 


Ahora te imagino que estás solo en una ciudad gris, en un lluvioso domingo al anochecer, y que mientras la humedad se te va filtrando en los huesos fumás tu último cigarrillo y escuchás como retumba en el bar vacío un tango desde una radio que sintoniza mal, que en la mesa donde estás sentado cerca del baño te ahoga el olor a encierro y que pagás con la última moneda que te queda, mientras una cucarachita te camina por el pocillo del café, que hace rato ya está frío.




lunes

Crónica de una uña

Las vacaciones me invitan a la decadencia, a dejar el cuerpo un poco más libre con menos de las ataduras y la rigidez urbana. Me gusta en esos momentos usar ropa vieja, suelta, un poco sucia. Los pelos algo más canosos sin tinturas y las uñas sin cortar.
Mis amigos Allan y Charlotte me invitaron a pasar el día en fortaleza Santa Teresa, un fuerte portugués ahora museo, cerca de la frontera uruguaya con Brasil. El viaje de varias horas lo hacemos por una ruta recta y plana en una mañana soleada y casi vacía. Allan maneja rápido y con audacia, a pesar de ser canadiense o sea prudente y temeroso de las reglas. Dice que él controla al auto, que el auto nunca lo controla a él. Manejó por todas las rutas de Uruguay desconociendo la cultura, y llegando a todas partes con la arrogancia que ganó en sus años de duro trabajo como soldador. Charlotte es una mujer delicada, que gusta del arte y que cuando toma de más empieza a lloriquear y a ser amable hasta la ridiculez. Después de un rato de viaje y charla cordial, veo como Charlotte dormita.
Nos rodea un paisaje arenoso y vacío. Al cerrar los ojos me doy cuenta que no se nada de vos desde hace un año, dónde vivís, con quién estas. Dejar de escuchar tu voz y de sentirte cerca hizo que las grietas por donde entró el amor se sequen. Por cobardía no me animo a volver a abrirlas
Mientras tanto no paro de hurgar con mis uñas largas que me invitan a arrancar cosas, a juguetear con los desniveles. El auto tiene el tapizado de la puerta roto y empiezo por ahí. Pero no puedo romperle el auto de alquiler a Allan y entonces arremeto contra la uña de mi anular izquierdo. Tengo que acabar el trabajo con los dientes, para no arrancarme la piel del dedo. 
Después termino escupiendo la uña en la alfombrita del auto y es así como una parte de mi cuerpo sigue andando por rutas uruguayas.

martes

La ciudad se mueve

Cuando viajo me gusta leer. Desarrollé en mi vida de pasajera la capacidad para estar atenta a encontrar un asiento libre y también la de saber estar físicamente cerca para cuando se libere y poder tomarlo con educación. Es cuestión de saber dónde ubicarse. De los que viajan conmigo, puedo intuir quienes van a bajar en la avenida Corrientes, que el morocho en jogging va a bajarse en el barrio del Once y que los que van trajeados van a llegar hasta el centro. Por lo general funciona y puedo contar que el año pasado leí Ana Karenina casi todo en tránsito y una vez, apenas me senté, me puse a leer un cuento de Carver y me propuse no levantar la vista del libro hasta llegar a destino. No vi a nadie con los que compartí ese viaje, apenas las sombras de sus zapatos.

Trato de arrancar cada lunes con un libro nuevo. Lo llevo listo en la cartera y en el instante en que me siento y lo abro me permito ser feliz. Pero no siempre puedo y a veces me toca viajar de pie. En los primeros instantes de resignación, cuando me doy cuenta que ya no me voy a poder sentar, empiezo a criticar a los pasajeros que me rodean y que están como yo, en un estado de silencio forzado.
Y también es ahí cuando observo por la ventana la realidad de la ciudad y me sorprendo de ver como cambió y como dejo de reconocerla. Edificios nuevos por los que pasé a escasos metros cada día mientras se transformaban lentamente, pero que yo nunca miré. Teatros con obras que no conozco y con artistas en carteles gigantescos que a las ocho de la mañana se ven muy extraños. Un bar nuevo donde antes había una farmacia.
La ciudad también se mueve mientras yo avanzo.