martes

Rolo

Vi a Rolo desde el colectivo. Cargaba en brazos a su hija, que ya debe tener como cuatro años, y un poco más atrás venía su mujer. La última vez que lo había visto fue antes de que naciera Camila. En esa época trabajábamos en la misma oficina, un lugar al que llamaba “el boliche”, porque te pagaban el sueldo como si fuese de fiado, como en los boliches de pueblo cuando no tenés para los mandados y van anotando en una libretita lo que se debe. Quedaba por Acoyte y Rivadavia y estaba en un edificio antiguo con algo de clase, que el dueño había reciclado para hacerlo parecer una empresa moderna, y así impresionar a las minas que llevaba.



Tuvimos escritorios vecinos durante unos meses, un tiempo antes de que me echaran. Tardamos un poco en pasar del saludo formal y distante a ponernos a charlar, porque veía que él salía a fumar con uno de los gerentes y yo lo que más necesitaba era quejarme. Después, con el tiempo, me enteré que Rolo había nacido el mismo año que yo y que tal vez nos habíamos cruzado en algún lugar de moda de esa época.   
A pesar de estar algo canoso usaba el pelo largo. Tenía unos bucles rebeldes que le llegaban hasta los hombros. Hasta los diecisiete años tuvo una banda de rock que prometía, pero paro de tocar cuando se fue de su casa, al poco tiempo que falleció su papá. Con su mamá no se hablaba desde hacía años, por un tema de la herencia y creo que no tenía hermanos. Había trabajado haciendo de todo para sobrevivir, de instructor de ski y hasta en una época se dedicó a pintar veleros mientras vivía en Mar del Plata. De pendejo conoció a Luca Prodan pero al músico que más admiraba era a Spinetta.
Hablábamos bajito, sin llamar mucho la atención, mientras cada uno hacía su trabajo o pretendía que lo hacía. Me contó que con un socio se había abierto una fábrica de envases ecológicos, pero que quebró. Después se fue a vivir a España y terminó trabajando en el mismo lugar que yo porque uno de los gerentes era un primo lejano. 
Era hincha de San Lorenzo y lo veía discutir a la hora del almuerzo sobre los partidos. A veces compartíamos ese momento y yo disimulada escuchaba lo que hablaba.
Estábamos de acuerdo en que ese lugar era un “boliche” y después de un tiempo hablábamos mal de la misma gente. Apenas llegábamos a la mañana desayunábamos juntos, a veces yo traía unas medialunas que hacían en la panadería de enfrente. El me contaba lo que miraba en la tele o lo que había cenado la noche anterior. Tenía la voz gruesa, profunda y siempre olía a cigarrillo y a café. Me dijo que estaba entusiasmado porque se volvía a juntar con su banda de rock. El grupo creo que se llamaba Soft Power, y él tocaba la guitarra eléctrica. Yo le miraba las manos y me imaginaba sus dedos gruesos entre las cuerdas. Me recomendó Electric Ladyland de Hendrix, y me contó que el batero ya había conseguido un lugar en donde tocar, por el barrio de la Paternal.
Me invitó a que vaya: — ¿Vas a venir, no? me dijo un día, hacemos covers, y temas nuestros, hay algunos que compuse yo.
Cuando saltó la noticia de que iba a ser papá también me enteré que hacía mucho que salía con la hermana de la tesorera. Él entraba un poco más tarde que yo, y cuando Rolo llegó lo felicité, cómo si hubiera sabido desde siempre que estaba en pareja.
Después tuve que inventar cualquier excusa para irme de la oficina, que estaba descompuesta y necesitaba urgente pastillas de carbón y me fui hasta la plaza de la otra cuadra. Me faltaba el aire. Cerré los ojos, respiré profundo y traté de pensar en las cosas lindas que me habían pasado el último tiempo y ahí despacito pude llorar un poco.

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