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martes

La veo seguido

La veo seguido. A veces se sube al mismo colectivo que yo, temprano a la mañana. Ella no me mira, pero yo la tengo fichada. Una mujer maciza, muy blanca y con una cara insulsa. El pelo rojizo, bien corto en los costados, con una melenita en la nuca, como un futbolista de los años ochenta. La piel lechosa, la cara redonda. Una vez se hizo la distraída para no dar el asiento y una mujer embarazada la sacudió del brazo para despertarla. Lo sé porque yo estaba al lado. También la veo cuando vuelvo a mi casa. De ahí la conozco más. Mi barrio, con un restaurant en casi cada esquina, la tiene de visita por las noches. A veces la veo en la pizzería que está sobre Corrientes, a veces en la parrilla de Sarmiento, a veces en el bar de la esquina de mi casa. La escena es así: ella comiendo y su hijo, que debe tener unos 10 años, mirando la pantalla de su netbook portátil. Madre e hijo compartiendo la cena íntima familiar con todo el que pase por allí. No es que la busco, la veo. La imagino mirando adentro de su heladera, con el brazo apoyado en la puerta, iluminada por la pequeña lamparita, gritándole al pibe, ponéte la campera, vamos a comer.

domingo

Helena de Polonia


La anciana parecía perdida. Estaba parada en la puerta de mi casa, hablando con un vecino. Blandía un bastón de madera que usaba más para señalar que para apoyarse. Se quejaba de algo, preguntaba cosas y mi vecino negaba rápido con la cabeza. Su piel blanca y sus rasgos europeos me dieron el coraje de acercarme a ver que necesitaba. Creo que era viernes y yo estaba muy cansada, a veces cuando más deseo algo más neurótica me pongo: en lugar de subir y olvidar mi semana hice lo contrario  y me acerqué. Después de un rato de charla supe que se llamaba Helena con hache, lo supe porque ella la pronunciaba aspirada.
Helena estaba sufriendo porque le habían robado 36 pesos, o eso ella creía. Había dado 50 para pagar 14 y cuando fue a tomar el vuelto que había quedado apoyado sobre el mostrador, la plata ya no estaba. Helena estaba segura que la dueña del negocio donde había ido a comprar unas nueces se había quedado con su plata. Quería saber el apellido de esa mujer, porque pensaba que sabiéndolo iba a tener alguna seguridad, un conocimiento infalible y justiciero en su mundo kafkiano. El negocio ya estaba cerrado, pero Helena insistía con saber. Con su acento bien marcado me dijo que no podía creer que hubiera gente así. Estaba indignada, y decía que no era por la plata, era porque le habían cerrado la puerta en la cara. Ella era católica y creyente y venía de Polonia. Esto último ya lo sabía, porque hablaba igual que mi bobe Syma, aunque siempre había pensado que mi bobe tenía acento judío y ahora me daba cuenta que es el mismo acento que el polaco. Me contó que llegó al país después de la guerra huyendo de los bolcheviques, y sentí que sus palabras eran de otro tiempo, ya borrado e ido, pero destinado a que yo las entendiera.
Yo insistía diciéndole que se olvidase del incidente, que tal vez la plata la había robado un cliente, que no podía estar totalmente segura de que había sido la dueña. Ella no podía salir de su antigüedad, estaba ahí en el presente conmigo, en la calle Sarmiento, con un tránsito infernal, en un viernes por la tarde. Pero estaba metida en sus creencias, en su mito de saber el apellido, para poder culpar tal vez, para poseer un conocimiento que le diese poder a su fragilidad.
No me atrevía a dejarla sola. Le pregunté si tenía plata, si podía volver a su casa, si quería que llame a un familiar. “No quiero molestar, mi hijo es economista muy conocido, a veces habla en radio, tal vez Ud. conoce”, y va y me lo nombra. Ni idea quien era. Pienso en los clichés, ella es eso que ella supone que debe ser, con su acento, sus dientes postizos, su obsesión por saber el apellido, presa de si misma. Cuanto de cliché tengo yo misma, me convertí en eso que supongo que debo ser, aquí, quedándome a su lado con culpa, acompañándola hasta el colectivo, esperando hasta que se vaya, charlándole hasta el final. Me agradece mil veces la molestia, nunca saliendo de su ofuscación, nunca sacándola de su convencimiento. Pregunta por mi apellido, se le digo y ella lo repite: también polaco.

miércoles

Macabea de Clarice

Elijo para sentarme un sillón y después de un rato ya estaba con mi cerveza leyendo un libro de Clarice. Era mi primer libro de ella y su protagonista, Macabea, me iba llevando por los vericuetos brasileños de la mente de su autora. El libro me entretiene, creo que me sonrío cuando dice que de tan sola Macabea no había besado nunca a nadie, solo había practicado un beso con una pared.
Después de un rato descanso de la lectura. Me gusta observar a la gente que me rodea, el lugar es bullicioso. Grupos tomando tragos, algunas parejas cenando. Muy cerca de mí hay sentada una mujer que había comido una ensalada con una copa de vino. Lo sé porque mientras estaba leyendo, la había espiado y en su acento había escuchado a Brasil.
En mi alto de la lectura la mujer se atreve y me pregunta si puedo leer con tanto ruido. Le digo que si, que el libro me divierte y que no tengo problemas de concentración cuando algo me gusta. Le cuento que estoy leyendo a Clarice. Ella se sorprende y me dice que eso es “alta literatura” y que le gusta mucho más que ese otro autor brasileño que me nombra, uno conocido mundialmente. Le molesta que se lo mencionen cada vez que ella dice que es brasileña.
Hablamos de Buenos Aires, le cuento que vivo por el barrio. Se llama Livia, vino aquí para mejorar su castellano y también para tomar clases de tango, un amigo en común de una colega le prestó un departamento que queda cerca del teatro El Camarín de las Musas. Le cuento que hace poco fui a ver una obra de teatro en esa sala. Livia me cuenta que tiene un año sabático para preparar su tesis y tener su diploma en educación. Brasil es un país enorme, me dice y hay mucho por hacer. Le comento que aunque parezca increíble nunca estuve allí y que este año casi viajo por primera vez a Río. Ella me dice que es una ciudad maravillosa, que visitó también como turista porque es de Curitiba. Me decepciona que no sea de Río, cada vez que hablo con un extranjero, no puedo dejar de pensar en alojarme en su casa en una visita, pero Curitiba no me tienta.
Mientras practica su español me pregunta sobre política argentina, si aquí hay desocupación, también en donde trabajo y me dice que Lula construyó muchas universidades en todo el Brasil. La cerveza me da sueño, entonces me despido con un beso. Ella me agradece la charla. A veces es difícil para un extranjero poder hablar con los locales, me dice.
Más tarde, ya en mi casa, vuelvo al libro y sigo a Macabea en sus pequeños paseos temerosos por Río, en su frustrado romance, en su poco pelo. Clarice me hace seguirla con guiños y promesas de un futuro más rosa, como el lápiz de labios que se compra. Pero entonces me enojo mucho cuando queda tendida en el asfalto, con un hilito de sangre chorreándole que termina en la alcantarilla, cuando los vecinos de esa calle la rodean curiosos y la miran ahí tendida y luego de muchos pensamientos y de aves que presagian cambios, poco acontece. Pienso si no sería mejor dejar de leer “alta literatura”, si pudiera deshacerme un poco y rehacerme en forma más simple, casi como Macabea, lisa y bruta, que de tan simple ni siquiera conocía la música.

martes

Arbol enorme

Había una vez un árbol, que habitaba el jardín de una casa donde vivía una niña. Era un árbol enorme, tan grande que se veía en todo el barrio, cuando el barrio todavía era de techos bajos.
La niña, que se llamaba Ágata, se guiaba por el árbol cuando bajaba del tren y volvía a su casa que se iba agigantando con cada paso que daba.
Los días de lluvia el árbol recogía el agua en sus hojas enormes y brillantes y la dejaba caer en el  jardín en forma de cascadas. Sus raíces, fuertes y gruesas, la tomaban sedienta y así los charcos que se formaban desaparecían chupados por la tierra.
Ágata pasaba horas y horas junto al árbol. Su papá le había armado una hamaca, una escalera para treparlo y una red por si caía. Se atrevía a llegar más alto solo cuando su papá no la miraba y desde allí veía el tren, el andén y a la gente subiendo y bajando.
Ágata tenía el cabello largo y enrulado. A veces se le enredaba en las ramas y tenía que pedir auxilio para soltarse. Entonces su  papá venía con las tijeras de podar y le cortaba los largos mechones rubios. Sus cabellos estaban por todo el árbol, que había crecido a la par de ella. Sus primeros rulos de niña se podían ver en las ramas más altas y los días de sol brillaban y reflejaban la luna en las noches claras.
El árbol crecía tanto que empezó a tapar el sol y a no dejar que llegase la luz a las flores, entonces el papá manteniendo el equilibrio arriba de la escalera, podaba algunas ramas. Después de un tiempo las tijeras de podar ya no le sirvieron, entonces consiguió un serrucho que tuvo que atar a un palo para poder llegar más alto.
Un día a Ágata la despertaron unos ruidos extraños y un olor muy intenso a madera. Salió al jardín todavía vestida con su piyama y vio que el árbol yacía en pedazos, hecho rodajas como una naranja seca, con los anillos que mostraban sus años, al aire. Y como si fuese un juego de damas gigante Ágata se sentó en una de las piezas y vio como el aserrín que flotaba en el aire se le enredaba en el pelo y se iba volando.
La tierra que ocupaba el árbol quedó ahuecada. Con el tiempo las raíces se secaron y hundieron, como una cara con pocos dientes. Yo estuve sentada en ese hueco.

lunes

Congelados

Estoy en la habitación de un adolescente al que nunca conocí, que hoy es un adulto que tampoco conozco, en la casa de sus padres ya envejecidos, que me invitan a pasar la noche en Montevideo. Quedan pocos rastros de su paso por aquí: un poster de AC/DC enmarcado tras un vidrio, con marcas amarillentas de cinta scotch en los bordes; algunos cassettes de música olvidados en un rincón; calcomanías de autos pegadas en la ventana que da frente a la rambla, en donde puedo vislumbrar el mar.
Puedo darme cuenta de que el cuarto se fue llenando a través de los años con las cosas que taparon su presencia. Hay un libro de cocina, al lado otro de golf. Adornos de viajes, pero de los rezagados que van quedando detrás y no adornan el living donde se recibe a las visitas: un almohadón de Marruecos un poco descosido, un pato de loza. Pilas de papeles con cuentas pagas, todo cubierto con una capa de polvo.
La habitación tiene una camita de una plaza, que me alcanza para estirar las piernas. Pienso en los sueños de ese adolescente, en las novias que trajo, en sus horas de estudio antes de una prueba, en las pajas que habrán habitado este espacio. Ahora está todo quieto.
En mi laptop quedó congelada la imagen de una noticia del Buenos Aires que dejé el día de ayer. En la casa falla la conexión a internet, entonces no quiero apagar la computadora y perder esa foto del pasado reciente. Como nunca, me dedico a leer todos los comentarios que están posteados en la nota, que resulta ser sobre fútbol. Son más de trescientas ideas y contra-ideas, y me doy cuenta que la gente opina con convicción sobre todo.

domingo

La estadística del torso

La ergonomía provee las pautas sobre la forma más eficiente en que el cuerpo del trabajador debe ubicarse en el lugar de trabajo. Todo está medido y pensado acerca de la mejor forma en que debemos sentarnos frente a la computadora: el ángulo que forman las rodillas debe ser de 90 grados, el que forman las piernas con el tronco también; el monitor tiene que estar a una distancia de 50 centímetros de la cara, los codos siempre apoyados haciendo de pivote para dar descanso a las muñecas; la espalda apoyada sobre el respaldo de la silla. Los ojos levemente inclinados hacia abajo, también se recomiendan mucho el parpadeo.
Y es así como en mi trabajo hay gente que se pasea por los pasillos observando nuestros cuerpos. Son miradas silenciosas que toman nota sin que los veamos. No nos dicen nada, pero sus observaciones son números que se van acumulando.
Con el tiempo esos números sumados dieron la estadística que mostró el resultado final de nuestros desvíos. En la reunión mensual nos informaron que el ángulo de las piernas estaba ok. También que la distancia con el monitor estaba ok, las muñecas, ok, los pies apoyados firmemente en el piso, ok. Pero el torso no había dado los números esperados.
Entonces iban a aplicar otro tipo de medidas para controlarlo. Hombres jóvenes que viven satisfechos y repiten sin cuestionamientos las reglas de la corporación hablaron del torso como una unidad separada del resto del cuerpo, que en las mediciones finales dio un índice bajo de seguimiento de las reglas de la ergonomía.
Y mi torso, tan vapuleado por los doctores que lo midieron y radiografiaron, y que lo convirtieron en objeto y en pieza enyesada. Ahora agradezco tanto que no encaje en las mediciones y que lleve esa marca tan propia y mía, que se haya rebelado desde el nacimiento.

lunes

Leí Las puertas de la percepción de Aldous Huxley, un ensayo de los años 50 que seguro fue impactante cuando salió. Yo llego al texto más tarde, Occidente le viene dando la espalda al cuerpo hace tiempo y vive mecanizado sin abrir su conciencia.
Repaso mis últimos años y veo que también formo parte de esa rueda. Tengo el cuerpo dentro del sistema, el pobre se resiente y se desarma fácilmente frente al tacto.
A pesar de todo hoy creí por momentos ver las cosas tal como son, sin el filtro de los juicios: de un candado que colgaba en una puerta pude sin tocarlo sentir su peso, su olor a metal oxidado, el ruido que hace la llave al abrirlo. Mis pasos de a poco se hicieron más lentos y no quise pisar unas sombras donde me pareció ver formas. Tuve miedo de caminar en la ciudad sin armadura y aunque peligroso, intenté hacerlo con los ojos cerrados, algunos se dieron cuenta y me dijeron cosas, pero yo hice que mi respiración fuese cada vez más profunda y aminoré aún más mi marcha, casi hasta arrastrarme. Chancleteando lento llegué hasta un río y ahí metí los pies en el agua que estaba fresca y silenciosa. Creí ver nieve en medio de un bosque en verano.

viernes

hoy practique un poco de buceo, me puse todo el equipo, al principio todo da miedo, las patas de rana no te dejan pararte, la nariz dentro de la máscara y entonces respirar solo por la boca, con los dientes se muerde la cosa y los labios por fuera para sellar y que no entre  agua, practicar afuera del agua parece imposible, siento que me ahogo, no me imagino como es hacerlo bajo el agua, Mao, el instructor, con paciencia de chino, aunque es mas negro que bob marley, me va guiando, me dice que me relaje y que lo haga mas lento, que pruebe poniendo la cabeza dentro del agua y yo salgo rápido, le digo que me da mucho cagazo, me disculpo que en argentina eso es tener miedo y me dice que pasó muchos momentos hermosos con argentinos, que pruebe otra vez y esta vez respiro dos veces y salgo, y otra vez, ahora me largo un poco y respiro tres veces y voy entendiendo como va la cosa, Mao me toma las manos y me dice que vamos a avanzar, muevo las piernas para cualquier lado y me explica que hay que mover solo los pies, patadas chiquitas y los brazos no se mueven, me toma las manos y avanzo y veo sus piernas bien peludas y las uñas de los pies blancas, percudidas por el agua, parecen conchas marinas, y veo las piernas de los demás, y sus trajes de baño y encuentro en el fondo de la pileta un cangrejo perdido, que después, el guardavidas va a entrar a sacar y entonces Mao me suelta las manos y yo pienso que sigue al lado mío, pero lo que me toca la espalda es el otro respirador del tanque y entonces estoy buceando sola y avanzo mas rápido, ahora ya se girar y doy toda la vuelta a la pileta y me cruzo abajo del agua con otro que bucea y un chico me pide que le busque una vincha para el pelo que se le perdió a su hermana y cuando vuelvo le digo a Mao que la mente me dijo que tenga miedo pero que el cuerpo hizo lo que de alguna forma ya sabía, me sonríe, veo su diente de oro y me dice que no cree que hoy se pueda ir a la isla farallón porque está lloviendo y el agua está muy revuelta, entonces yo me despido, me da la mano y le digo gracias.
finalmente pude ir a bailar e hice mi baile loco, el que hago con las manos, cuando miré a mi alrededor, vi que nadie se parecía a mi, todos latinos,  morenos y bajitos, todos bailando salsa y yo mirando como marmota, pero cuando llega la electrónica salgo a la pista enchufadísima, a pesar de tener puestas las havaianas que no son lo mejor para el baile, y para no sentirme observada, me imagino que soy invisible y lo mas increíble es que funciona y me muevo como se me canta

miércoles

Alitas de cerdo

Llegué al hotel y me fui a buscar algún restaurante para poder cenar. El lugar es inmenso, tan grande que si queres te pasan a buscar en un carrito para llevarte al lloby. Casi no había probado bocado durante el día, un desayuno muy temprano, otro café en el avión con un panqueque triste sin relleno y un hot dog con una soda en el aeropuerto. 
Fui al restaurante Atlantis porque era el único que te aceptaba sin reserva, en los otros hay que reservar durante el día. Toda la comida del buffet era árabe: keppe, tabbuleh, hummus, falafel, mucha berenjena, almendras y masa filo y todo con música en árabe de fondo. Le pregunto al muchacho si todos los días sirven comida árabe y me dice que la cena es temática: que a veces la comida es la local, o sea panameña, otras veces peruana, otras colombiana, mediterránea o "de los setenta". Yo le pregunto que sirven la noche "de los setenta" y me dice¨: hamburguesas, papas fritas, pero lo más sabroso aunque hay que tener cuidado porque son muy picantes, son las alitas de cerdo, eso si es lo mas rico.

sábado

Jack

Jack Layton estuvo enfermo un par de meses de un cáncer fulminante y envejeció muy rápido frente a los ojos de todos. Estaba en lo más alto de su carrera política, fue el que hizo que un partido chiquito de izquierda (el NDP) llegase a tener 100 escaños en el parlamento canadiense sacándole la mayor parte de los votos al separatista Bloc Québécois. En Toronto, su ciudad, la gente lo llora en las calles. Hoy fue su funeral y la forma de honrarlo fue seguir el cortejo cada uno en su bicicleta y de vez en cuando hacer sonar las campanitas. Yo estuve allí.