lunes

Los griegos

Durante una época trabajé en Toronto en una panadería y café que eran de una familia griega y justo me tocó hacerlo en el momento en que los dueños se estaban divorciando. Ella, una flaca engreída que se creía muy top y que sentía orgullo de que Geroge Michael fuese de origen griego. Él, un tipo de melenita y traje lila brilloso, que hablaba muy pocas palabras en inglés y que había traído desde Grecia su plata para invertir en Canadá. Pasé muchas horas allí escuchándolos pelearse a los gritos, sin entender ni jota. 
Viajar a oscuras en una ciudad congelada no tiene nada de glamoroso y yo tenía el horario que empezaba a las 6 de la mañana. Apenas llegaba me tenía que poner a amasar para tener todo listo cuando abría al público. El que me enseñó el oficio fue el tío de la flaca, que había estado metido en muchos negocios y sabía, entre otros, de panadería.  Se llamaba Iorgos. Fue el que se terminó ocupando de pagarme cada quincena, mientras el matrimonio se iba desmoronando.


El producto principal que vendíamos eran unos rollitos de canela y almíbar, y así aprendí sobre harina, huevos y  tiempos de cocción. Justo al lado había uno de los cafés más populares de Toronto, el Smart Café, que rebosaba de gente. Con este producto los griegos pensaban sacarle algo de clientela al otro. La verdad es que los rollitos (en inglés cinnamon rolls) estaban muy buenos. Venían bien cargados de almíbar y canela o había otra variedad que tenía nueces y pasas. Lo mejor era cuando estaban recién horneados y todavía tibios. Yo intentaba no abusar, ya que este tipo de  comida engorda de tan solo mirarla. Después de amasar horneaba unos muffins y hasta la hora en que me tocaba abrir me leía el diario. Un muffin de raisin bran y el Toronto Star todo para mí, eran el premio a mi madrugón. La verdad es que si empezaban a llegar clientes y no había terminado de ojear el diario, me ponía de mal humor.
A los clientes frecuentes les dábamos una tarjeta donde se marcaba que, después de 9 rollitos, el número 10 era gratis. Una vez me llamó un cliente que sacó el número de teléfono de ahí. Atiendo el teléfono y un tipo me dice: ¿Vos sos la chica italiana o checoslovaca que atiende el negocio?  Le aclaré que era argentina, se sorprendió y me invitó a salir. Me contó que había trabajado en la construcción pero que ahora era maestro de escuela primaria y me pidió que lo acompañe a ver un departamento porque se tenía que mudar. A mí me pareció medio raro y le dije que no.
Pero a veces mi primer cliente era Glen y a él sí lo servía con gusto. Cuando llegaba me iluminaba con sus enormes ojos azules y con el tiempo me fue contando que trabajaba en una productora de cine y televisión que quedaba a la vuelta, por lo menos eso es lo que le entendí. Le mandé todas las señales posibles para que me mire con ojos cariñosos, yo siempre le sonreía y le ofrecía una segunda taza de café gratis. Todavía tengo guardado un recorte de diario donde salió su foto.
Iorgos al principio estaba bastante presente pero después que me enseñó el oficio desaparecía por días. Entonces el negocio quedaba a mi cargo y yo sola no podía con todo. Es así como por mi lado pasaron muchos compañeros a los que a su vez tuve que enseñar a amasar. Me acuerdo de un polaco, pobre polaquito, se llamaba Sigmund y quería que le dijeran Ziggy, hablaba muy mal inglés y era muy torpe. En lugar de ofrecer icing (azúcar impalpable glaseada) siempre ofrecía Do you want some ice cream on your roll?
También me acuerdo de otro, uno que no era inmigrante y que debía haber caído muy bajo para agarrar un  trabajo de tan poca paga. Era un tipo resentido que un día se volvió loco y me empezó a insultar y a burlarse, aunque yo sé que le hice frente bastante bien. Me amenazó con tirarme un molde por la cabeza pero por suerte llegaron unos clientes y se terminó yendo. Después de mucho tiempo lo vi jugando al freesbe en una plaza.
El matrimonio cada vez iba peor y casi nunca se los veía juntos. O cuando estaba uno y de repente aparecía el otro para, por ejemplo, sacar plata de la caja, empezaban a los gritos. Ella alguna vez me confesó con lágrimas en los ojos que se había equivocado y que aunque los dos eran griegos, ella también era canadiense. En esos momentos de confesión entre mujeres también yo me llegué a sincerar con algunas cosas personales mías, que después me arrepentí de haberle contado, porque no es bueno intimar con el empleador. Creo que melenita era pariente lejano de la familia y se conocieron durante un viaje a Grecia que ella hizo.

Un día lo encaré a Iorgos y le dije que tenía muchas responsabilidades en el negocio, casi como una encargada y que no me alcanzaba para vivir. Le pedí un aumento pero él me ofreció empezar a pagarme en negro, así yo podía cobrar el seguro del desempleo. Sentí que estaba hablando de igual a igual de argentina a argentino.
Me di cuenta que la cosa entre el matrimonio estaba por llegar a su fin, cuando melenita una noche me invitó a ir a bailar. Fuimos a un boliche griego sobre la calle Danforth con un grupo de sus amigos. Me parece que hasta me pasó a buscar por mi casa. Después de unos cuantos tragos, cuando la noche pintaba que iba a ser muy larga yo preferí volverme, no quería tener más problemas.
También el negocio se iba a pique. Me empezaron a pagar de a puchos y entonces yo me cobraba  lo que me correspondía de las ventas. Como último intento, empezaron a vender productos congelados, como medialunas y masitas, que había que ir a buscar al freezer del sótano para después darles un golpe de horno.
Entonces antes de ponerme a amasar bajaba al depósito donde estaba el freezer. Allí veía las cajas con las tazas de papel descartables, las pasas de uva en grandes frascos, el café en bolsas de cinco kilos. Y también las chispas de chocolate. La caja con las chispas estaba abierta y yo me tentaba y metía la mano y comía así algunas sueltas. Hasta que una vez cuando metí la mano al mismo tiempo de la caja salió un ratón que huyó despavorido. Yo también quedé paralizada del susto. Pensar que mezcladas en entre esas chispas de chocolate me pude haber comido alguna caquita del ratón.
Le conté a Iorgos lo del ratón y me dijo se iba a encargar, pero tardó un tiempo. Finalmente colocó por todos lados unas trampitas miserables para matarlos de a uno. Yo pensé que ya era tarde, había que contratar a un profesional, hacer una gran limpieza y sellar todos los agujeros. Cada vez se me hacía más difícil bajar al depósito a buscar los congelados. Entraba con un escobillón golpeando en el piso para que se asusten y debía tardar a lo sumo 10 segundos en abrir la puerta, abrir el freezer, sacar las cosas y cerrar todo.
Ya hacia el  final recuerdo que los ratones habían salido del sótano y tenían un nido en el mismo local, creo que debajo de una de las heladeras y que los del negocio de al lado (una librería y papelería) habían venido a quejarse porque les perforaron la pared. Yo andaba en puntas de pie, con terror de que alguno se me suba por la pierna. La última vez, vi dos corriendo juntos cerca de unas mesas. Al matrimonio no volví a verlo y a Iorgos de lejos nomás, después de irme antes de que se termine de hundir todo.