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El calor de unas manos sobre mis
hombros, como si me los estuvieran agarrando.
Eso
es lo que ella decía cuando intentaba explicar lo que estaba
sintiendo. Pero no había nadie detrás, nunca había nadie. Y volvía
a decir lo mismo, que ese calor la tranquilizaba, la protegía.
-
Son manos que me están
guiando, solía
repetir.
La
primera vez que contó lo que le pasaba fue a su hermana y lo hizo
para salir del paso. Se lo tuvo que contar, porque su hermana la vio
muy cerca de la ventana, asomándose demasiado. Ese calor la guiaba,
pero a veces a lugares que a la vista de los otros, podían perecer
peligrosos.
-
Qué
te pasa Gregoria, salí de ahí, le
dijo su hermana.
Asomada
sobre el borde de la ventana, con medio cuerpo hacia afuera Gregoria
se sentía fuerte. Con la vista abarcaba la ciudad, que se derramaba
a sus pies. Los edificios se fundían en una serie de manchas grises
y ella extendiendo las manos cubría los que no le gustaban.
Ese
fuego en los hombros comenzó una tarde en la que el sol pegaba como
mil demonios y siguió con ella toda la noche. Había aceptado salir
de la casa unas horas para darle el gusto a sus hijas y acallarlas un
poco. Al anochecer, en el umbral de la puerta cuando sus hijas se
despedían llenándola de consejos, Gregoria pensó que había
dejado la calefacción encendida en pleno verano y que el calor que
emanaba su propio cuerpo provenía del exterior.
Después
de esa tarde, la aparición del calor empezó a ocurrirle mas
seguido. Comenzaba irradiándose desde la piel y le bajaba lento por
las venas. Los músculos se le calentaban, a veces tanto que sudaba
con olor, como un gimnasta. Si lo permitía y se quedaba inmóvil, el
calor se podía irradiar hasta los tobillos. Las mejillas se le
llenaban de color y la piel se le tensaba en los pómulos. Se detenía
al pasar por el bajo vientre, una gran ola de bienestar que llegaba
hasta las puntas de los dedos, haciéndole cosquillas de adentro
hacia fuera.
El
calor también era presión, algo suave al principio pero que con el
correr de los minutos se dilataba hacía el resto del cuerpo. Como si
las manos que la tomaban se comenzasen a estirar, los dedos a
derretirse y chorrear por su cuerpo por delante y por detrás.
Su
hija mayor veía que su madre estaba rara, pero nunca llegó a verla
actuar fuera de sí. Le buscaba dietas para que recuperace fuerzas,
porque la veía muy delgada. Pero no quería cargarla con mas penas
de las que había sufrido desde que su papá había partido.
Su
hija menor, en cambio, insistía mucho para que su madre saliese del
encierro. Un día la acompañó a dar una vuelta por el Parque Sur.
Se quedaron detrás de un grupo de chinos que estaban practicando Tai
Chi. Y ellas, de a poco, empezaron a hacer los movimientos, imitando
a los chinos. La hija hizo que le prometiera que iba a volver al
parque, de ser posible todos los días.
Gregoria
le hizo caso y comenzó a ir al parque a practicar. Se dio cuenta que
el grupo se juntaba casi en el mismo lugar donde Antonio le había
dado su primer beso, bajo el sauce mas grande, a la vera del río.
Gregoria
al principio se movía con lentitud y parsimonia entre esos extraños.
Pero no pasaba mucho tiempo para que el calor la empezara a inundar
desde su interior. Se abstraía y no entendía que hacía allí,
entre ellos, que le parecían tan desprotegidos.
Una
mañana sintió que sus manos empezaban a emitir haces de luz, como
rayos de un faro, con espejos en las palmas que reflejaban el sol.
Sentía que no estaba dando pasos, sino zancadas y que era más ágil
y hermosa que nadie. No tardo mucho en salirse de la coreografía que
seguían los otros y ya metida en el río se sintió un pez y a su
alrededor vio como el agua hervía burbujeante. Las manos le servían
de flotadores, los pulmones se le hinchaban como las branquias de un
lenguado.
Escuchaba unos gritos lejanos
despavoridos, pero solamente pudo volver a la orilla después que el
instructor se tiró al agua para rescatarla y sacudiéndola fuerte de
los hombros la hizo regresar.
Sus
hijas empezaron a escuchar asombradas historias sobre su madre. Con
cada nuevo vecino que hablaban, les llegaba una nueva locura. Que
cruzaba la calle con los ojos cerrados, que dormía a la intemperie.
No tardaron en decidir montar guardia permanente en su casa. Tomaban
turnos y todos participaban para vigilar a Gregoria. Pero nadie
terminaba de entender que le pasaba. Los doctores escuchaban atentos
las historias increíbles y los comportamientos irresponsables, pero
sin secuelas físicas era difícil para ellos hilvanar un
diagnóstico.
Prisionera
en su propia casa Gregoria se abstuvo de pelearse con sus guardianes.
Obedeció los concejos, acalló los conflictos. A cada uno en su
turno le cocinó algo rico. Entonces cada nieto o hija o yerno y
hasta su hermana esperaba con impaciencia su momento para cuidar a
Gregoria y fue fácil para ella de a poco convencerlos de que ya
estaba bien, que no tenia nada. Los arropaba por las noches. La casa
que antes estaba vacía, se lleno de visitas.
En
la noche que le tocaba hacer guardia a su nieto mayor le preparó un
escabeche de pejerrey y con palabras dulces lo invitó a dormir al
cuarto que había sido de su madre.
Esa
noche hacía frío y Gregoria lo sintió en el cuerpo, como hacía
mucho tiempo no le pasaba. Entonces pensó otra vez en él. Cerró la
puerta de la habitación donde dormía su nieto y bajó al living de
su casa. Allí se desvistió y esperó unos instantes Lo hizo para
poder sentir el calor, que no tardó en llegar.
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