sábado

La esponja

El cuerpo es frágil, en fotos parece de mármol o de carbón pero es frágil. Se rompe, se quiebra, pierde el rumbo. Hay algo adentro del cuerpo, algo como una esponja que retiene todo lo que le pasa. La esponja esta que te digo, que te nombro, es una esponja marina que absorbe por donde el cuerpo pasa y se llena. Se colma de su alrededor, colapsa y vierte. Tenés que apretarla un poco, forzarla para que se vacíe de tanto contenido circunstancial, de tanta mentira de paso, de esas veces que pensás que no tenés nada y no has llegado a ningún lado. Esas veces la esponja está llena de mentiras; no es verdad, yo se que no es verdad, aunque no tengo ninguna prueba. Entonces aprieto la esponja y se vacía, podría decir que sangra, pero ya no hablo de modo tan trágico, simplemente dejo que escurra. Y si, sale agua muy sucia, envenenada, podrida, con olor nauseabundo. Y espero que se limpie que esté seca, quieta, con nuevo sentido, esperando.

miércoles

Veo este orden

Veo este orden, la pulcritud de las sábanas, los libros en los estantes con sus palabras apoyadas en renglones. El piso en damero cuadriculado y los muebles que hacen coincidir los extremos con el diseño del piso en donde se apoyan. Las patas de las sillas perfectas debajo de la mesa, el vajillero prolijo, las tazas apiladas, los platos vacíos. Los muebles intactos, las paredes blancas, limpias. Los cuadros colgados inertes, estáticos, con sus láminas encerradas entre cuatro lados. El polvo quieto, el aire en silencio, el piso brillante. La casa fija encerrada en su espacio. La cocina delimita el living, el living el dormitorio, el dormitorio el baño. Las paredes cuadradas delimitadas por lo externo. Yo se que debajo de esta calma, de este fuego sumiso, de esta superficie intacta, yo se que abajo de todo esto está la verdad. Que esta blanca mentira de perfección falsa es solamente una tapa, lo que engaña al ojo, que se deslumbra por lo terso, que debajo de toda esta calma, de su aspecto controlado, está todo lo podrido, los olores y los miedos, la grasa y la sangre.

martes

En la terraza

Estoy sentada bajo el sol tibio, en la terraza de la casa que ahora habito, que hasta hace unas horas estaba alfombrada de hojas otoñales. Yo quise barrerlas pero me dijeron dejá ya termino y la verdad quien puede imaginarse que nunca barrí hojas de una terraza y que tenía ganas de hacerlo y de juntarlas en una bolsa y de recorrer con la escoba toda la superficie de sus baldosas rojas que alguna vez sentiré mías, pero que todavía necesito transitar como un ciego un espacio nuevo, cada centímetro cuadrado, cada rincón en el piso, cada detalle de sus puertas, cada moldura de sus vidrios. Estoy afuera y también adentro, aquí en esta terraza con el viento que me rodea y me hace tiritar de frío, en este barrio que no sabía que existía hasta que supe que existe, en una parte de la ciudad a la que nunca habría venido. Yo que siempre fui una chica de departamento, y que conocí la ciudad desde las alturas, y que mis amigos también tenían direcciones con piso y número y que de repente tengo una puerta de calle que da directo a la vereda, que a través de su vidrio veo pasar los autos y a la gente caminando y paseando a sus perros y que cuando la abro temprano a la mañana para ir a trabajar miro las baldosas, el cordón y más allá el asfalto y veo los charcos que dejó la lluvia y la basura y las hojas revueltas y que no hay ascensor, no hay vecinos, el techo da al cielo y arriba está la terraza que se llena de sol y de caca de gato y desde ahí arriba miro directo para las nubes y toco las hojas de los árboles que llegan cerca de mi mano, a una casa en la que durante mucho tiempo funcionó una fábrica y en donde mucho tiempo antes vivía la abuela Genovefa, la que le hace a ella enrojecer los ojos con lágrimas de solo nombrarla, la que vino de Italia, de la parte del norte y que nunca aprendió muy bien el castellano pero que sí aprendió a coser y a laburar con la fuerza de sus brazos. La que tuvo una historia donde no hubo hombres o donde fueron echados por vagos, la abuela de una nieta que es ahora la mujer que yo amo, que vive en esta casa que yo comparto, donde hay niños que van a la escuela y yo pienso en mi departamento que ahora está en silencio, vacío, puedo verme ahí adentro en el pasado, mi cuerpo intacto, separado del mundo, en un espacio aislado, mis libros quietos, la canilla goteando, yo comiendo una papa y un huevo, o una mandarina de pie frente a la pileta de la cocina, sin el eco de pasos ajenos, un departamento en el aire y ahora yo aquí en una casa sin ascensor ni portero, donde llegué con un pase de magia verdadero, donde bajo el parquet del dormitorio no hay vecinos sino raíces, el piso no es a la vez un techo, el piso toca la tierra misma.

jueves

Chica boy scout

Me das la espalda y te veo partir hacia el bosque, te vas corriendo con tu machete en alto, cortando la maleza, peleando contra los aborígenes nativos como una chica boy scout sin parar, sin parar. Te vas casi sin despedirte, sabiendo que podés volver. Llegando a algún rellano para fumarte un cigarrillo, que dura nada más que unos instantes y después otra vez a la carga machete en mano. Dale que dale. Se te lastiman, los dedos, las piernas y la frente que pega contra las ramas te deja cicatrices que marcan tu cara.
Solamente parás para dormir un rato, comiendo al paso los frutos silvestres que te ofrece la jungla, que son pocos, algunos amargos y otros hasta tóxicos. Hay monos que te siguen y que te gritan en un idioma extraño, vos los querés correr, no querés que nada detenga tu paso. Llevas tus zapatos de exploradora pero andás sin notar los peligros, los animales salvajes, los bichos, las víboras que te pasan cerca y también los ojos humanos que aparecen entre el follaje y vos como si nada y te miran como para atacarte pero después quedan desorbitados sin entender como es que no tenés miedo, como de tanto rozar lo frágil se te hace coraza.
Podrías parar y sentarte, mirar pausado lo que te rodea, posando los ojos en cada cosa, tomar alguna de esas manos que aparecen brindándose entre las hojas que te arrastrarían lejos de allí, respirar profundo, sentir el perfume frío del bosque, escuchar el cariño de los pájaros, pero vos seguís como topadora arrollando, a pesar de tu confusión, de tus fallas y de todos tus dolores. Esos que te hacen sentir partida y que cargas como un remolino de aire caliente que te crece adentro.
Arremetés y pasás por algunos refugios que te ofrece la selva, que antes construyeron los exploradores para la gente que corre como vos, donde hay albergue y compañía, pero vos seguís de largo, pensando que tal vez mañana, tal vez mañana, pero ahora no. Ahora no. Estudiaste tu manual de supervivencia boy scout, rendiste el examen, y te recibiste.
Hay que seguir y si es necesario en el camino perderlo todo, parece que no te importara, las cosas se te van cayendo, se caen de esa mochila pesada que cargas, y ruedan por el acantilado, unos botones, el teléfono, las fotos, el pasaporte, los ríos de palabras hablados, que te dejan la boca pastosa de tanto usarla. La garganta seca algo herida, rasposa. Estás sorda, estás ciega, estás salvaje, pero no estás muda.
Pero no se qué decís porque a mí no me hablás. Y sin embargo sigo aquí como un soldado y te preparé una sopa, la hice despacito con todas mis partes, las viejas la nuevas las conocidas y desconocidas. Y la recaliento todo el tiempo esperando alerta por si escucho tu voz llegar de lejos, y aparecés de repente y estás con hambre.

Bicicletas voladoras!

Un reloj compartido

Vi tu reloj olvidado en mi mesa de luz y te llamé apenas te habías ido. Me dijiste que no importaba, que ibas a dejarlo. Me lo pongo, alejo el brazo y te puedo ver brillando y luciéndote en mi muñeca. Te abrazo con la otra mano, te presiono despacio, te abarco con los dedos. Lo uso para evocarte.
Hoy en clase me sentí ausente. Mientras te agarraba muy fuerte nadie podía saber que mirar la hora era mi excusa para poder verte. Estuviste conmigo en medio de la calle, en el super mientras hacía la fila, también te hice entrar a mi trabajo y me tenté en adelantar las agujas para hacer que el tiempo de salida llegase antes.
Me acerco para escuchar el tic tac, y siento tu corazón agitado que late en mi oido. Puedo imaginar todas las veces que lo miraste y que tus ojos se clavaron en este cuadrante, tus esperas inquietas, tus tardanzas, tus arribos puntuales. Las veces que te lo sacaste y quedó esperándote sin poder encontrarlo. Las miles de horas en que te acompaña. Y te imagino que por acto reflejo buscas tu reloj y ves esa ausencia. Y pensas en mí, y que aunque quisiste dejar una huella tuya en mi casa, entendés que es tiempo lo que decidiste regalarme. Tu tiempo que ahora se hace mío.
Tu reloj se abraza a mi cuerpo. Miro la marca que el uso dejó en la correa que abarca tu muñeca, y que tengo que dejar atrás para crear la propia mía. Recuerdo tu mano amorosa, tus dedos sagaces. Un reloj compartido que es parte de tu vida que ahora hago mía.

martes

El calor


- El calor de unas manos sobre mis hombros, como si me los estuvieran agarrando.
Eso es lo que ella decía cuando intentaba explicar lo que estaba sintiendo. Pero no había nadie detrás, nunca había nadie. Y volvía a decir lo mismo, que ese calor la tranquilizaba, la protegía.
- Son manos que me están guiando, solía repetir.
La primera vez que contó lo que le pasaba fue a su hermana y lo hizo para salir del paso. Se lo tuvo que contar, porque su hermana la vio muy cerca de la ventana, asomándose demasiado. Ese calor la guiaba, pero a veces a lugares que a la vista de los otros, podían perecer peligrosos.
- Qué te pasa Gregoria, salí de ahí, le dijo su hermana.
Asomada sobre el borde de la ventana, con medio cuerpo hacia afuera Gregoria se sentía fuerte. Con la vista abarcaba la ciudad, que se derramaba a sus pies. Los edificios se fundían en una serie de manchas grises y ella extendiendo las manos cubría los que no le gustaban.
Ese fuego en los hombros comenzó una tarde en la que el sol pegaba como mil demonios y siguió con ella toda la noche. Había aceptado salir de la casa unas horas para darle el gusto a sus hijas y acallarlas un poco. Al anochecer, en el umbral de la puerta cuando sus hijas se despedían llenándola de consejos, Gregoria pensó que había dejado la calefacción encendida en pleno verano y que el calor que emanaba su propio cuerpo provenía del exterior.

La veo seguido

La veo seguido. A veces se sube al mismo colectivo que yo, temprano a la mañana. Ella no me mira, pero yo la tengo fichada. Una mujer maciza, muy blanca y con una cara insulsa. El pelo rojizo, bien corto en los costados, con una melenita en la nuca, como un futbolista de los años ochenta. La piel lechosa, la cara redonda. Una vez se hizo la distraída para no dar el asiento y una mujer embarazada la sacudió del brazo para despertarla. Lo sé porque yo estaba al lado. También la veo cuando vuelvo a mi casa. De ahí la conozco más. Mi barrio, con un restaurant en casi cada esquina, la tiene de visita por las noches. A veces la veo en la pizzería que está sobre Corrientes, a veces en la parrilla de Sarmiento, a veces en el bar de la esquina de mi casa. La escena es así: ella comiendo y su hijo, que debe tener unos 10 años, mirando la pantalla de su netbook portátil. Madre e hijo compartiendo la cena íntima familiar con todo el que pase por allí. No es que la busco, la veo. La imagino mirando adentro de su heladera, con el brazo apoyado en la puerta, iluminada por la pequeña lamparita, gritándole al pibe, ponéte la campera, vamos a comer.

lunes

Manchas de pintura

Decidiste salir y no te cambiaste los pantalones con los que habías estado trabajando todo el día, unos jeans anchos, raídos y manchados de pintura. Buscaste un lápiz y te pintaste los labios de rojo sin mirarte al espejo. Siempre hacías eso y te quedaban bien. Tenías el pelo revuelto y te peinaste así nomas con los dedos, algunos mechones a la derecha, otros a la izquierda. Pensaste que ya te tocaba hacerte color, las raíces marrones estaban asomando y aunque odiabas las peluquerías ibas a tener que ir a una, porque te diste cuenta que no sabías teñirte sola. Encontraste las llaves tiradas en el piso, entre los óleos que habías usado ese día, todos en la gama del amarillo. Agarraste algo de plata y saliste, el lugar quedaba a dos cuadras, casi a la vuelta de tu taller.
Hacía tiempo que no ibas al boliche pero igual en la entrada te encontraste con unos amigos. Se quedaron en la puerta fumando un rato, ellos convidaban. Vos mientras tanto mirabas a las chicas que iban entrando, viendo como estaba el ambiente después de tanto tiempo. Te pareció ver mas minas en pareja, muy pocas parecían estar solas.
Apenas entraste, el tufo de la atmósfera te hizo acordar de golpe todas las noches que habías pasado en lugares como este, mucho olor a alcohol, a cerveza derramada, a cigarrillo fumado a escondidas.

sábado

Amor in, amor out

La noche del sábado se fue acercando con incertidumbre pero con ganas. Pensaste mucho que ropa ponerte, estabas entre una minifalda de jean o unos pantalones vintage con tachas. Fuiste por la minifalda y la combinaste con calzas y botas negras. Arriba mucho escote, para mostrar lo que tenías y que tantas puertas te había abierto. El pelo revuelto y rimmel oscuro marcando bien tus ojos negros. 
Tus amigos Peter y Pablo ya te habían dicho varias veces de ir con ellos a ese boliche por el centro. En largas charlas te pedían que te decidieras y dejaras de dar tantas vueltas, que tenías que explorar otros lugares. Pero vos te negabas, decías que no podías salir, que todavía estabas enganchada con ese ex novio que te seguía cagando, con el que habías cortado varias veces.
Llegaron los tres temprano y enseguida ellos vieron a sus amigos y te dejaron sola con tu traguito en la mano, que te tomabas rápido para no mostrar tus nervios. Mirabas el ambiente y te pareció que había más chicas que chicos. Te colgaste viendo las luces del boliche y bailando un tema ochentoso. Así es como te encontró y en seguida se te puso a bailar bien cerca. Tenía el pelo platinado cortado desprolijo y un piercing en la ceja izquierda. Los labios gruesos pintados de rojo. Pensaste treinta y cinco años. Vos te movías sin que te importase quien te estuviera mirando.

jueves

Música triste

Hoy apenas me subí al transporte público que me lleva al trabajo, camine unos pasos y encontré un asiento libre. Y antes de que el colectivo empiece el recorrido, ya estaba con el libro abierto y en mi propio viaje, absorta. Creo que la palabra absorta, la descubrí con la lectura, que antes no sabía usarla. Y juro que apenas si observé la manga de la campera azul del señor que tenía sentado a mi izquierda, hacia el lado de la ventana, pero que nunca supe ni miré quien se sentó a mi derecha. Creo que leer me ayuda a venir a trabajar. Quiero subirme a un colectivo, sortear el azar de conseguir un asiento y hacer un viaje más largo para meterme en un libro.
Llego a destino sin haber pasado por ningún lado conocido porque la siguiente página de mi libro, siempre es una página a estrenar. Debut y despedida veloz. La página dura el tiempo que tardan los ojos en recorrerla. Y me lleno de las palabras que no se decir, que siempre estoy buscando. Son las que al hablar trastabillo y que al escribir, siento que domino. Siempre dentro del mismo registro, el del deseo incumplido, el oscuro, el del oscuro objeto del deseo.
Después llego a mi escritorio que enfrenta a una ventana y veo con mis ojos miopes el rio de autos que circula, la gente que camina desordenada. Prendo el celular para escuchar música y elijo lo más triste que tengo: Los libros de la buena memoria versión de Gustavo Ceratti, Sobre madera rosa de Gabo Ferro, Gravedigger de Dave Matthews Band. Cuando llego a Roads de Portished ya no aguanto más y apago la música. Me pongo de pie en búsqueda de mi primer café de la mañana.

martes

Doxa, de Fabián Casas

No debería perturbarte
el ruido que hace tu viejo con la boca
cuando come. Ni la ordalía de bolsillo
en las horas pico; o tu scrum privado
contra los malos pensamientos.

No deberían perturbarte
los novios que acumulan en las piezas paternas
sus artefactos domésticos;
ni las mujeres en las peluquerías,
con sus gorras de goma,
cuando palma la tarde...

Alguien talla, desde que naciste,
un ostracón con tu nombre.

No debería perturbarte.


(Ostracón (del griego) es una concha o fragmento de cerámica sobre el que se escribía)

domingo

Todo lo demás parece ilusión

Recuperé mi libro. Haberlo hecho fue una decisión bien tomada, desde el lugar de la claridad y la decencia.  Apenas empecé a releer algunos de los poemas, me di cuenta en seguida de cuanto lo había extrañado y entendí que estaba bien que lo haya vuelto a comprar, de que me haya comprado dos veces el mismo libro.
Y me pesó todo el tiempo que había estado separada de él, una separación forzada, de la cual siempre fui la única culpable, porque lo presté, lo entregué. Algo que amaba y que se terminó convirtiendo en rehén. Bueno, ya no. El libro es un duplicado de muchos otros, pero este ejemplar es mío. El otro se lo pueden guardar donde mas les guste.
En mi libro puedo escuchar el murmullo privado de Fabián Casas. Y después mirar intensamente a los ojos esta absurda quietud, la superficial apariencia de que todos somos iguales, envasados en cuerpos parecidos, sordos al murmullo interior de los demás, pero conociendo bien el propio. Cuanta oscuridad hay en el deseo, que bajo se puede caer por la parquedad del silencio, el trabajo forzoso de construir todo el tiempo lo que debemos ser en un eterno juego estúpido, en lugar de ser lo que somos.
Entonces leo un poema y de repente estoy desnuda. 
Y no hay nada mas que el presente.
Todo lo demás parece ilusión. 

Helena de Polonia


La anciana parecía perdida. Estaba parada en la puerta de mi casa, hablando con un vecino. Blandía un bastón de madera que usaba más para señalar que para apoyarse. Se quejaba de algo, preguntaba cosas y mi vecino negaba rápido con la cabeza. Su piel blanca y sus rasgos europeos me dieron el coraje de acercarme a ver que necesitaba. Creo que era viernes y yo estaba muy cansada, a veces cuando más deseo algo más neurótica me pongo: en lugar de subir y olvidar mi semana hice lo contrario  y me acerqué. Después de un rato de charla supe que se llamaba Helena con hache, lo supe porque ella la pronunciaba aspirada.
Helena estaba sufriendo porque le habían robado 36 pesos, o eso ella creía. Había dado 50 para pagar 14 y cuando fue a tomar el vuelto que había quedado apoyado sobre el mostrador, la plata ya no estaba. Helena estaba segura que la dueña del negocio donde había ido a comprar unas nueces se había quedado con su plata. Quería saber el apellido de esa mujer, porque pensaba que sabiéndolo iba a tener alguna seguridad, un conocimiento infalible y justiciero en su mundo kafkiano. El negocio ya estaba cerrado, pero Helena insistía con saber. Con su acento bien marcado me dijo que no podía creer que hubiera gente así. Estaba indignada, y decía que no era por la plata, era porque le habían cerrado la puerta en la cara. Ella era católica y creyente y venía de Polonia. Esto último ya lo sabía, porque hablaba igual que mi bobe Syma, aunque siempre había pensado que mi bobe tenía acento judío y ahora me daba cuenta que es el mismo acento que el polaco. Me contó que llegó al país después de la guerra huyendo de los bolcheviques, y sentí que sus palabras eran de otro tiempo, ya borrado e ido, pero destinado a que yo las entendiera.
Yo insistía diciéndole que se olvidase del incidente, que tal vez la plata la había robado un cliente, que no podía estar totalmente segura de que había sido la dueña. Ella no podía salir de su antigüedad, estaba ahí en el presente conmigo, en la calle Sarmiento, con un tránsito infernal, en un viernes por la tarde. Pero estaba metida en sus creencias, en su mito de saber el apellido, para poder culpar tal vez, para poseer un conocimiento que le diese poder a su fragilidad.
No me atrevía a dejarla sola. Le pregunté si tenía plata, si podía volver a su casa, si quería que llame a un familiar. “No quiero molestar, mi hijo es economista muy conocido, a veces habla en radio, tal vez Ud. conoce”, y va y me lo nombra. Ni idea quien era. Pienso en los clichés, ella es eso que ella supone que debe ser, con su acento, sus dientes postizos, su obsesión por saber el apellido, presa de si misma. Cuanto de cliché tengo yo misma, me convertí en eso que supongo que debo ser, aquí, quedándome a su lado con culpa, acompañándola hasta el colectivo, esperando hasta que se vaya, charlándole hasta el final. Me agradece mil veces la molestia, nunca saliendo de su ofuscación, nunca sacándola de su convencimiento. Pregunta por mi apellido, se le digo y ella lo repite: también polaco.

Foto de ficción número dos


miércoles

No room for soldiers or dancers

I can’t mark the limits of people’s bodies. This city is sometimes like one giant human being. 
There are arms and legs everywhere moving in the same direction and making the place come to life, breathing in unison. Sometimes it’s the opposite, the body parts struggle and they get all tangled up tearing the hearts apart. 
But right now everyone moves slowly towards the same place, a wave of submissive people with their heads down. 
There’s no structure that can support them. All their bones have melted into a common bloodstream that’s clogging their veins. No room for soldiers or dancers. The air is stale, it gets so stuffy in here that sometimes we can’t breathe... 
We have to fight to get are bodies back, to be separate individuals, to have our very own thoughts again. We all hope we’ll soon be liberated. 

Red and brown

The land under our feet is getting dryer; (we are standing on hollow caves). We’ll soon be taken by the earth and be made into grass. 
Life underneath takes place in the dark; we’ll have to wear special glasses to protect our eyes until we have no eyes. We’ll breathe dust and eat dirt; we’ll be covered by smeared clothes until we take them off. Our skin will dissolve with the water; our flesh will become part of the ground. All our internal organs will melt. Blood and earth, red and brown, a mix of life and death, all washed up by the rain. And we’ll be back in the shape of silver poplars all over the world. 

domingo

Una mujer, tres chicas, un enano y un travesti


Estoy visitando a una mujer en su lugar de residencia, un departamento amplio, moderno y luminoso. Estamos sentadas en un sillón y la mujer es muy amable conmigo aunque un poco distante. Me empieza a explicar algo que yo no entiendo de una transacción que uso en el trabajo y yo realmente espero entender lo que me tiene que explicar porque estoy perdida con este proceso y tengo miedo de equivocarme. Al poco tiempo de empezar a hablar tocan a la puerta, la mujer se pone de pie, observa por la mirilla, suspira cansada y sorprendida como diciendo “no ahora” y yo me doy cuenta que no esperaba esta visita. 
Se siente como obligada y dubitativa pero finalmente abre la puerta. Entra un enano ruso, un hombre muy bajito con barba y bigotes muy negros que habla con un acento muy pronunciado. Aunque es de estatura pequeña no tiene los rasgos de los enanos, es un hombrecito hosco y forzudo. El enano entra a toda velocidad con los bracitos abiertos, buscando un abrazo. Enseguida me doy cuenta que el enano viene por sexo, que es un enano hipersexuado, lo veo por el bulto prominente en el pantalón. Me doy cuenta que tiene una relación con la dueña de casa desde antes, pero ahora para ella es una molestia. En el pasado habían sido amantes y el enano con su básica simpleza había satisfecho a la mujer, la cabeza de su falo actuaba como una poderosa brújula, que siempre lo guiaba al cavernoso coño.
La explicación que me había empezado a dar la mujer queda totalmente interrumpida. Enseguida empiezan a llegar algunos invitados para la fiesta que la dueña de casa va a dar esa noche. Es muy temprano aun, pero vienen para charlar sobre que ropa ponerse para la fiesta. Entre los invitados hay 3 chicas jovencitas muy bonitas, que junto con otros amigos varones duermen al enano ruso para que no moleste y lo dejan apoyado en un sillón. Como si fuese un muñeco, con un vaso de whisky en la mano.
Yo me siento frustrada porque no pudimos avanzar. Me quedo esperando sola en una sala, viendo si en algún momento retomamos la explicación. Me siento muy torpe, lo que me rodea es frágil, los adornos tiemblan y están todo el tiempo en movimiento, casi cayéndose, lo que toco está al borde del colapso. Las cosas están en estantes de madera que flotan y se balancean en el aire, agarrados con sogas desde el techo. Entre las cosas encuentro un paquete de chicles y me pongo a masticar uno. Sin querer hago desastre con los floreros y adornos.
Mas tarde la casa está llena de gente. Las 3 chicas están en el balcón fumando, tienen vestiditos muy lindos, una es rubia, otra más bajita y morocha. La otra no se.
Se me revienta el globo del chicle que estuve masticando y se me pega en la cara y en las manos, necesito sacármelo para verme más decente. Entonces busco por unos pasillos un baño y finalmente lo encuentro. Cuando entro me miro al espejo y es verdad tengo toda la cara llena de chicle. Para poder limpiarme en lugar de abrir la canilla de la bacha, abro otra canilla y sin querer hago funcionar un lavarropas, haciendo un charco y mojando el piso.
Entonces entran las 3 chicas al baño sin importarles que yo estuviese allí y sin ningún preámbulo me piden que les explique cómo me limpio el culo. Yo, titubeando un poco, les explico que lo hago por afuera y ellas me dicen indignadas, -¡Pero cómo!? No usas un cepillo para limpiarte por dentro! Yo imagino que ellas usan un cepillo del tipo para limpiar bombillas. Entonces cada una me lo muestra y veo su cepillo y me explican cómo se hace y yo les explico en detalle cómo yo lo hago y defiendo mi postura hasta que una se pone de ejemplo, se baja la bombacha y las otras le limpian el culo y yo la veo con el culo para arriba y veo que tiene hemorroides y que en una parte de su culo la piel es transparente y se le pueden ver los órganos del cuerpo.
Finalmente salgo de allí y entro al departamento que esta frente a éste, en el otro extremo del pasillo. La sala de este departamento está llena de travestis acostados en el piso. Todos tienen puestos vestidos largos de terciopelo de colores sólidos y brillantes: rojo, violeta, rosa. No están operados, son bien chatos, son hombres vestidos de mujer, altos y elegantes, con el pelo largo y algunos con incipiente barba. En la sala hay desniveles y hay muebles y sillones. Cada uno está acostado boca arriba y me doy cuenta que están extenuados, reponiendo fuerzas. Uno me agarra de la mano y me da a entender que se va a ir conmigo. Entiendo que son parte de una troup de artistas que están ensayando una obra en donde cantan y bailan y que el director es un déspota que los explota hasta agotarlos y por eso quieren irse. Cuando me toma de la mano siento que es el primer contacto físico que tengo. Me siento protegida y con él guiándome por delante  por fin los dos huimos de allí.

miércoles

Macabea de Clarice

Elijo para sentarme un sillón y después de un rato ya estaba con mi cerveza leyendo un libro de Clarice. Era mi primer libro de ella y su protagonista, Macabea, me iba llevando por los vericuetos brasileños de la mente de su autora. El libro me entretiene, creo que me sonrío cuando dice que de tan sola Macabea no había besado nunca a nadie, solo había practicado un beso con una pared.
Después de un rato descanso de la lectura. Me gusta observar a la gente que me rodea, el lugar es bullicioso. Grupos tomando tragos, algunas parejas cenando. Muy cerca de mí hay sentada una mujer que había comido una ensalada con una copa de vino. Lo sé porque mientras estaba leyendo, la había espiado y en su acento había escuchado a Brasil.
En mi alto de la lectura la mujer se atreve y me pregunta si puedo leer con tanto ruido. Le digo que si, que el libro me divierte y que no tengo problemas de concentración cuando algo me gusta. Le cuento que estoy leyendo a Clarice. Ella se sorprende y me dice que eso es “alta literatura” y que le gusta mucho más que ese otro autor brasileño que me nombra, uno conocido mundialmente. Le molesta que se lo mencionen cada vez que ella dice que es brasileña.
Hablamos de Buenos Aires, le cuento que vivo por el barrio. Se llama Livia, vino aquí para mejorar su castellano y también para tomar clases de tango, un amigo en común de una colega le prestó un departamento que queda cerca del teatro El Camarín de las Musas. Le cuento que hace poco fui a ver una obra de teatro en esa sala. Livia me cuenta que tiene un año sabático para preparar su tesis y tener su diploma en educación. Brasil es un país enorme, me dice y hay mucho por hacer. Le comento que aunque parezca increíble nunca estuve allí y que este año casi viajo por primera vez a Río. Ella me dice que es una ciudad maravillosa, que visitó también como turista porque es de Curitiba. Me decepciona que no sea de Río, cada vez que hablo con un extranjero, no puedo dejar de pensar en alojarme en su casa en una visita, pero Curitiba no me tienta.
Mientras practica su español me pregunta sobre política argentina, si aquí hay desocupación, también en donde trabajo y me dice que Lula construyó muchas universidades en todo el Brasil. La cerveza me da sueño, entonces me despido con un beso. Ella me agradece la charla. A veces es difícil para un extranjero poder hablar con los locales, me dice.
Más tarde, ya en mi casa, vuelvo al libro y sigo a Macabea en sus pequeños paseos temerosos por Río, en su frustrado romance, en su poco pelo. Clarice me hace seguirla con guiños y promesas de un futuro más rosa, como el lápiz de labios que se compra. Pero entonces me enojo mucho cuando queda tendida en el asfalto, con un hilito de sangre chorreándole que termina en la alcantarilla, cuando los vecinos de esa calle la rodean curiosos y la miran ahí tendida y luego de muchos pensamientos y de aves que presagian cambios, poco acontece. Pienso si no sería mejor dejar de leer “alta literatura”, si pudiera deshacerme un poco y rehacerme en forma más simple, casi como Macabea, lisa y bruta, que de tan simple ni siquiera conocía la música.

lunes

The Fairmont



Estaba en una ciudad de visita paseando. Quería comprarme ropa y al principio estaba en una feria con puestos de mala muerte. Decidía irme de allí buscando un lugar mejor donde poder ver otras cosas. Entonces llegaba caminando a un edificio muy alto, que parecía de departamentos, pero que era en verdad una gran tienda (del tipo de Macys) que se llamaba The Fairmont.
Cuando entro el lugar está vacío, en la planta baja no hay nada, no veo ropa, ni estanterías, ni gente, solamente la entrada fastuosa del edificio. En un costado había una enorme escalera de mármol, empinada y con escalones amplios, que llevaba a los pisos superiores. Yo comienzo a subir la escalera y a los pocos pasos decido que es mejor tomar el ascensor, para no caminar y cansarme. Entonces vuelvo al hall central y encuentro una escalera mas pequeña que desciende, en donde se encuentra la puerta del ascensor. Lo llamo y cuando se abren las puertas siento que dentro del ascensor hay algo presente, como una gelatina transparente o plástico liquido sin color que ocupa todo el espacio. Sin temor doy un paso y me meto en el ascensor. La gelatina transparente me hace flotar y aunque tengo miedo puedo respirar normal. Floto apoyada en esta masa como si fuese agua en estado semisólido. Esta sensación es maravillosa y siento que es algo que nunca viví, poder flotar, volar sin gravedad como en el espacio. (Mucho después voy a entender que había vuelto al útero).
Veo que la botonera del ascensor solo tiene dos botones, uno para el piso 28 y otro para el 32. Yo apreto el del 32 porque pienso que es mejor empezar bien por arriba, de a poco bajar y así ir viendo todo. Durante el trayecto en un momento al ascensor sube una ascensorista, una mujer que parecía de la India, que se ocupa de la puerta y mas tarde entra otra mujer. Mientras el ascensor sube las dos mujeres comienzan a hablar y lo hacen como dos típicas empleadas a las que no les importa que haya un cliente presente. La ascensorista se queja con la otra y le dice que tiene que trabajar el 31 y hablan de fechas y horarios de trabajo. Yo escucho y me divierte ser una espía mientras subimos, yo estoy ahí pero ellas no me miran.
Cuando finalmente llegamos al piso 32, salimos del ascensor a lo que era la terraza del edificio y nos subimos las tres a un carrito que nos estaba esperando. Un carrito como de montaña rusa o teleférico pero sin techo y empezamos a hacer un tour aéreo de la ciudad, para que yo disfrute del paisaje desde las alturas. El carrito no vuela, tiene un brazo mecánico que lo une a algún gran motor, sigue un curso y me lleva por maravillosas vistas. Veo lugares que ya había visto desde la tierra, un puerto con veleros, unas islas. Me gusta reconocerlos desde el aire, quedo con la boca abierta de lo lindo que es todo, y me lamento de no tener una cámara conmigo y de poder sacar fotos. Finalmente aterrizamos en un lugar medio descampado y no tan lindo y las mujeres me dan a entender que el tour aéreo terminó y que ahora continúa a pie y que yo tengo que seguir sola. Se suben al carrito y se van. Esta parte de la ciudad está un poco deteriorada porqué llegó gente de clases bajas que no supo cuidar las cosas. Yo empiezo a caminar un poco perdida, hay mucha gente por todas partes, veo un MacDonalds, me pierdo por unas calles con grandes edificios, miro hacia arriba buscando el edificio de The Fairmont, ya que es muy alto y me podría guiar para volver, pero me doy cuenta de que el tour en el carrito aéreo no había sido lineal y me trajo a un lugar alejado. Estoy un poco perdida y me arrepiento de no haber vuelto con las señoras, les podría haber pagado por ida y vuelta.
Después de mucho andar no se como llego otra vez al edificio The Fairmont y directamente voy y me meto en el ascensor (a ese útero que me había deslumbrado). El día está por terminar, está oscureciendo, y la gelatina ahora esta gastada, después de todo un día de uso y no me sostiene tan bien como la primera vez, ahora floto menos suave y con mas baches. Esta vez ya se que quiero marcar el piso 28 pero el lugar está muy oscuro y entonces con mi celular ilumino la pared del ascensor buscando los botones. Toco el 28 y cuando llego entro a un hospital geriátrico que está lleno de gente muy mayor, muchos de ellos en sillas de ruedas. Yo me hago como que se en donde estoy pero en realidad estoy perdida y ahí me acuerdo que me tengo que encontrar con mi amigo Cristian para tomar un café, que ya habíamos quedado en eso. Quiero mandarle un mensaje de texto para decirle que estoy retrasada, pero las funciones de los botones de mi celular cambiaron y no encuentro nada. Entonces ya desesperada apreto cualquier botón y veo asombrada en la pantalla de mi celular mi propia filmación del segundo viaje dentro del ascensor. Yo flotando, vestida con un minishort, una remerita blanca y un pañuelo al cuello, sonriendo porque me divierte estar en ese ascensor, iluminando con el celular la pared como había hecho buscando el botón del piso (Ahora veo el útero desde afuera, es como en una ecografía en 3D).
Pienso que parte del entretenimiento es que te filman en secreto. Después, sin que vos te des cuenta, te descargan en el celular la película de tu experiencia.               

viernes

Permiso para tocar

Soñé con mi abuela Syma. No era exactamente ella, ésta era una mujer amable y cálida, una matrona gorda, blanda y muy blanca que llevaba puesto uno de sus típicos batones floreados. Estaba sentada, con la mirada perdida llena de melancolía, pero sin embargo atenta al mundo.
Yo miraba fotos y le iba preguntando quién era cada persona que aparecía. Ella me decía que la mujer de la foto era su propia abuela, y yo lo anotaba debajo de la imagen con un crayón azul.
Estábamos en un lugar mucho espacio y luz. Yo le tomaba la mano y sentía su piel suave, sus dedos agiles a pesar de la edad avanzada, tan rápidos y ligeros para la costura que parecían jóvenes y firmes, redondeados, cálidos a pesar de estar un poco fríos, con su piel arrugada como papel de seda. Su mano de mujer amorosa tocándome, tan viva y tan cerca mío.   

martes

Amor verdadero

Hubo una época en que no tenía televisión. Lo hacía de moderna, porque la televisión es una mierda como dicen todos, pero por algún motivo me había enganchado con una telenovela, de la cual en el trabajo todos hablaban en los almuerzos y yo me iba enterando de a poco las idas y venidas de los distintos personajes y mas que nada de los amantes de la ficción.
A medida que pasaban los capítulos empecé a sentir la necesidad de enterarme que pasaba en la novela en el momento en que la daban, como hace todo el mundo, que quiere conocer las novedades al mismo tiempo, reír y llorar al mismo tiempo que los protagonistas y en un coro al unísono pero invisible, suspirar con los besos.
En esa época vivía con un novio que tuve, en un departamento medio berreta que le alquilaba a una amiga (con la que después me peleé) que quedaba por Corrientes y Gurruchaga.
Las paredes parecían hechas de cartón, se escuchaba todo lo de alrededor. A la nochecita empecé con la costumbre de pegar la oreja a la pared a la hora en que daban la novela, para poder escucharla del departamento de mis vecinos de al lado y así me empecé a poner al tanto de lo que iba pasando: la muchacha joven había ganado un millón de dólares en la lotería y engañada por el galán maduro, planeaba dejar a su verdadero amor.