domingo

El inquilino


Mi papá le avisó al inquilino a último momento que no le iba a renovar el contrato. Tenía miedo que el pibe reaccionase mal y le fuese a rayar el piso del departamento o a romperle algo. Se llamaba Juan Ignacio y lo vi una vez nada más. Cómo la situación era incómoda, porque era yo la que se iba a mudar, no sabía cómo decirle, si Juan o Ignacio o tal vez Nacho. Así que cuando marqué el número (que después fue el mío) pregunté por el Señor Juan Ignacio. Le dije: Soy la hija del Sr. Luis, la que se va a mudar y necesito pasar para tomar unas medidas. Al otro día estábamos frente a frente, yo sentada y él de pie. Debía tener mi edad, unos 25 años, me acuerdo que tenía el pelo muy negro y usaba flequillo.

Le di charla para que me cuente cosas de su vida, necesitaba tiempo para fijarme cómo estaba la pintura y si había que hacerle al lugar algún arreglo. Pero en vez de hablar de su vida me habló mal de los vecinos, quizás para asustarme. Me contó que apenas él se mudó, una vecina le tocó el timbre y le dijo que antes vivía ahí una profesora de teatro, que el lugar se llenaba de gente ruidosa y le preguntó a él a que se dedicaba. Me dijo que después lo llamaban seguido preguntando por las clases de teatro. Mientras me contaba, yo me iba fijando, y pensaba lo horrible que era el color marrón de algunas paredes o el empapelado floreado verde de otras.
Mi papá nunca me perdonó que le haya pedido vivir en ese departamento, Yo también quiero disfrutar, me dijo, cómo si dependiera de mí que él hiciese algo con su vida. Mi hermana mayor ya se había casado, tenía un bebé y vivía por Olivos. La menor estaba por terminar la carrear de Psicología en la Universidad de Belgrano, dónde a veces trabajaba de ayudante de cátedra. Entre eso y sus pacientes, se iba acomodando. Yo había empezado Derecho y después de dos años de cursada me cambié a Letras que abandoné a mitad de primer año cuando decidí irme a vivir a El Bolsón. Me volví porque extrañaba aunque la gente era copada y pude conocer muchos extranjeros.
Juan Ignacio pidió por favor quedarse un mes más para buscar un lugar a donde ir y mi papá accedió porque, me dijo, había sido un muy buen inquilino, muy cumplidor. Finalmente, después de un tiempo lo vació. Al día siguiente de haberme instalado se me tapó completamente la pileta de la cocina. Bajé corriendo a comprar una sopapa y cuando la hice succionar, del drenaje salían escarbadientes. En las pocas charlas que tenía con mi viejo, se lo comenté y me dijo que raro, que habrá pasado.
Una amiga que conocí en el sur me ayudó a pintar la casa. Con esponjas húmedas sacamos el empapelado y a las paredes marrones les tuvimos que dar como cuatro manos para tapar el color. Mi amiga me pidió de quedarse a dormir conmigo esa noche, y después se quedó muchas noches más. Mi papá por suerte ya no me visitaba.
Encontré en un armario dentro de un sobre algunas fotos que Juan Ignacio se había olvidado. Una era la típica foto grupal de escuela. Ahí estaba chiquito, en sexto grado del primario. Al principio me costó reconocerlo, pero llegué a la conclusión de que era el tercero empezando a contar de la izquierda, en la fila que estaban de pie. También se había olvidado detrás de la puerta de la cocina los estantes que van adentro de la heladera, uno de vidrio y otro de los de tiras de metal. No me dejó su nuevo teléfono, así que no podía llamarlo para devolvérselos. Pero él sí tenía el mío y, a pesar de que no tener estantes en la heladera es algo complicado, no me los reclamó.
Con Kimberly no salíamos mucho, a ella le impresionaba un poco el ruido de Buenos Aires. Pasábamos más tiempo en mi casa que en la de ella, que le alquilaba una habitación a una señora sobre la avenida Santa Fe.
Después de un tiempo me llamó una chica que preguntó por Juani. Ahí supe cómo le decían. Yo le expliqué que hacía unos meses se había mudado y un poco decepcionada me dijo: Ah bueno y me cortó. Apenas apoyé el teléfono pensé que podía haberle dicho que Juani se había olvidado unas cosas y que yo no sabía si seguir guardándoselas o tirarlas. 

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