lunes

Las Islas

La cachetada me la dio mi mamá y sonó bien fuerte. Estaba en el secundario todavía, había ido a estudiar de una amiga después de clase y no le había avisado. Todavía había militares en el gobierno y desaparecer de la casa en esa época tenía un peso muy diferente a desaparecer en cualquier otro momento. Cuando volví tenía el uniforme de la escuela todavía puesto y me encontré con mi vieja desesperada que me recibió dándome una cachetada en el hall del edificio de la calle Lavalleja. Me acuerdo que había vecinos mirando y a mí me dio mucha vergüenza. Y ella gritándome: dónde mierda te metiste.
No hacía mucho que habíamos visto cómo se llevaban a la chica. El balcón del departamento donde vivíamos estaba en el primer piso y daba a varias paradas de colectivos justo en la vereda de enfrente. A mi vieja no le gustaba sentarse en ese balcón porque decía que se veía todo desde abajo, que estábamos como en un escenario. Bueno, también se veía todo lo de abajo: quién esperaba el colectivo, cuanta gente había, que hacían.
Esa tarde mi hermano había estado jugando con sus soldaditos y con un chiche nuevo que le habían regalado para el día del niño, la Ballesta Codel. Era una ballesta de plástico tipo la que usaba Robin Hood, que disparaba flechas con sopapitas en la punta. Había estado toda la tarde jodiéndome con la ballesta tirándome las flechitas. Algunas se pegaban en los cuadros y tapices que había en las paredes, que eran de mi mamá, de cuando vendía adornos.
El chiche era sencillo porque después de un rato de andar tirando se rompió. La cuerda que lanzaba las flechas se partió al medio y también se rompió el gatillo de la ballesta. La tarde estaba tranquila, en mi casa estábamos los tres de siempre, mi vieja, mi hermano y yo. La ballesta hacía ruido cuando tiraba las flechas y mucho más ruido hizo al romperse. En el silencio después del asombro de ver la ballesta rota fue cuando escuchamos los gritos y nos asomamos al balcón. Ahí vimos a la chica, vestida con una falda rosa, que estaba esperando el colectivo. Habían cortado la calle, de esquina a esquina atravesando autos y bloqueándola. La chica temblaba y había un tipo que le hablaba muy serio. Nosotros tres nos agachamos y mirábamos todo escondidos detrás de las macetas del balcón. En un momento uno de los tipos nos miró fijo desde abajo con su metralleta en la mano. El otro seguía haciéndole preguntas a la chica. Había unos cuantos más, que vigilaban por los costados. Le pregunté a mi mamá si no había sido el ruido tan fuerte que hacía la ballesta cuando disparaba las flechas, lo que había atraído a esos hombres. Mi mamá me miró fijo y abriendo bien los ojos me dio a entender que me callara la boca. Después agarraron a la chica entre cuatro, dos de cada brazo y dos de las piernas y la metieron en uno de los autos. La chica gritaba por su mamá. Pegaba gritos desesperados, mientras se convulsionaba agarrada entre cuatro bestias. Llamaba a su mamá, mientras la mía nos agarraba de los pelos y nos metía rápido para adentro. Después le pregunté si iba a llamar a la policía y mi mamá otra vez me habló con los ojos cómo diciendo que ella tampoco entendía.
Mucho tiempo después me tocó ir a ver la obra de teatro Las Islas de Carlos Gamerro. Primero me enojé porque la entrada (que me la habían regalado) era en una ubicación pésima, en la fila veinte del segundo piso y a un costado. La obra empieza con la escena de la violación del empresario Tamerlán al hijo que nunca quiso mientras asesina y tortura a todos buscando al hijo que siempre quiso y que está desaparecido en las islas. Pero después me alegré de poder ver todo ese horror desde esa distancia, escondida detrás de muchas cabezas, como una espía, bien lejos del escenario.

1 comentario:

Sabri dijo...

Este texto me impresionó mucho, tiene como toda una época contenida en un recuerdo de la adolescencia.
te felicito!