lunes

Soñé con estatuas


Debe haber sido de bien chica que tuve el sueño, en el que las estatuas hablaban y se movían. Me acuerdo que en uno estaba mi papá en cuclillas y yo de pie a su lado apoyándome en su hombro, llegando a su misma altura. Muy cerca nuestro una abeja zumbando que amagaba con picarlo. En la plaza donde estábamos daba el sol muy fuerte y en un momento, tal vez huyendo de la abeja, nos corrimos hasta llegar cerca de una estatua. Era la imagen de un guapo, sonriendo de costado, con un cigarrillo en la boca, pañuelo al cuello, traje y sombrero. La estatua se sacaba el cigarrillo y hablaba. De color gris oscuro como el peltre tenía tamaño humano, no mas alta que mi papá.
La estatua contaba un poco como era su vida y en un momento se ponía a cantar un tango. Entonaba mirando hacia el cielo y en el metal de su cuerpo se reflejaban los rayos del sol.


Muchos años después recordé ese sueño cuando caminando llegué hasta un museo que había sido la vivienda y el estudio de un escultor. Está en una casa española del tipo colonial, con tejas rojas bajas y con un patio al fondo. El patio con enredaderas y bancos arbolados se ve desde la calle y es lo que me hizo dar las ganas de entrar, sentarme en uno de esos bancos a leer. Para llegar hasta ahí hay que pasar por varios salones: el living, el comedor, los que había sido los dormitorios. En la mayoría había estatuas pequeñas que cabían en estantes, o en sus respectivos pies: la imagen de una mano con parte del brazo, otra de unos hombres trabajando, mas allá un perfil de una mujer con los ojos cerrados, tal vez rezando.
En una habitación más pequeña que las otras que podría haber sido la sala de un niño me encontré con la estatua de un ángel, o tal vez de una mujer alada. La estatua era gigante, enorme comparada con las dimensiones de la sala. La cabeza llegaba hasta el techo y las alas extendidas rozaban las paredes, con brazos gruesos como troncos. Tenía las marcas de haber estado en el exterior, la piedra oscurecida parecía la piel rugosa de un animal, los ojos vacíos, también hechos de la misma piedra me observaban desde todos los ángulos, cómo una mosca gigante, donde la piedra entera era el propio iris.
La estatua estaba quieta desde siempre, desde que fue creada, y mi corazón latía y hacía olas de sangre adentro mío. Yo me quedé tan quieta y entumecida como ella, segura de que en ese momento, el preciso de nuestro encuentro iba a ser el que ella eligiera para empezar a moverse, a sacudir las alas, a extender el cuerpo agazapado, a sacarse el moho de la intemperie a abrir la boca y hablar con aliento de muerte, a mirarme desde la piedra. La estatua estaba a punto de hacerlo y yo tan quieta como ella y en esa salita pequeña esperando. Sin poder cerrar los ojos ni la boca, arrastrando los pies hacia atrás me fui. Jamás llegué al patio del fondo, ni volveré a intentarlo.



2 comentarios:

Matías Lucadamo dijo...

con esa estatua se asusta cualquiera !

Syma dijo...

¡Así es!