Hoy apenas me subí al transporte público que me lleva al trabajo, camine unos pasos y encontré un asiento libre. Y antes de que el colectivo empiece el recorrido, ya estaba con el libro abierto y en mi propio viaje, absorta. Creo que la palabra absorta, la descubrí con la lectura, que antes no sabía usarla. Y juro que apenas si observé la manga de la campera azul del señor que tenía sentado a mi izquierda, hacia el lado de la ventana, pero que nunca supe ni miré quien se sentó a mi derecha. Creo que leer me ayuda a venir a trabajar. Quiero subirme a un colectivo, sortear el azar de conseguir un asiento y hacer un viaje más largo para meterme en un libro.
Llego a destino sin haber pasado por ningún lado conocido porque la siguiente página de mi libro, siempre es una página a estrenar. Debut y despedida veloz. La página dura el tiempo que tardan los ojos en recorrerla. Y me lleno de las palabras que no se decir, que siempre estoy buscando. Son las que al hablar trastabillo y que al escribir, siento que domino. Siempre dentro del mismo registro, el del deseo incumplido, el oscuro, el del oscuro objeto del deseo.
Después llego a mi escritorio que enfrenta a una ventana y veo con mis ojos miopes el rio de autos que circula, la gente que camina desordenada. Prendo el celular para escuchar música y elijo lo más triste que tengo: Los libros de la buena memoria versión de Gustavo Ceratti, Sobre madera rosa de Gabo Ferro, Gravedigger de Dave Matthews Band. Cuando llego a Roads de Portished ya no aguanto más y apago la música. Me pongo de pie en búsqueda de mi primer café de la mañana.
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