domingo

Helena de Polonia


La anciana parecía perdida. Estaba parada en la puerta de mi casa, hablando con un vecino. Blandía un bastón de madera que usaba más para señalar que para apoyarse. Se quejaba de algo, preguntaba cosas y mi vecino negaba rápido con la cabeza. Su piel blanca y sus rasgos europeos me dieron el coraje de acercarme a ver que necesitaba. Creo que era viernes y yo estaba muy cansada, a veces cuando más deseo algo más neurótica me pongo: en lugar de subir y olvidar mi semana hice lo contrario  y me acerqué. Después de un rato de charla supe que se llamaba Helena con hache, lo supe porque ella la pronunciaba aspirada.
Helena estaba sufriendo porque le habían robado 36 pesos, o eso ella creía. Había dado 50 para pagar 14 y cuando fue a tomar el vuelto que había quedado apoyado sobre el mostrador, la plata ya no estaba. Helena estaba segura que la dueña del negocio donde había ido a comprar unas nueces se había quedado con su plata. Quería saber el apellido de esa mujer, porque pensaba que sabiéndolo iba a tener alguna seguridad, un conocimiento infalible y justiciero en su mundo kafkiano. El negocio ya estaba cerrado, pero Helena insistía con saber. Con su acento bien marcado me dijo que no podía creer que hubiera gente así. Estaba indignada, y decía que no era por la plata, era porque le habían cerrado la puerta en la cara. Ella era católica y creyente y venía de Polonia. Esto último ya lo sabía, porque hablaba igual que mi bobe Syma, aunque siempre había pensado que mi bobe tenía acento judío y ahora me daba cuenta que es el mismo acento que el polaco. Me contó que llegó al país después de la guerra huyendo de los bolcheviques, y sentí que sus palabras eran de otro tiempo, ya borrado e ido, pero destinado a que yo las entendiera.
Yo insistía diciéndole que se olvidase del incidente, que tal vez la plata la había robado un cliente, que no podía estar totalmente segura de que había sido la dueña. Ella no podía salir de su antigüedad, estaba ahí en el presente conmigo, en la calle Sarmiento, con un tránsito infernal, en un viernes por la tarde. Pero estaba metida en sus creencias, en su mito de saber el apellido, para poder culpar tal vez, para poseer un conocimiento que le diese poder a su fragilidad.
No me atrevía a dejarla sola. Le pregunté si tenía plata, si podía volver a su casa, si quería que llame a un familiar. “No quiero molestar, mi hijo es economista muy conocido, a veces habla en radio, tal vez Ud. conoce”, y va y me lo nombra. Ni idea quien era. Pienso en los clichés, ella es eso que ella supone que debe ser, con su acento, sus dientes postizos, su obsesión por saber el apellido, presa de si misma. Cuanto de cliché tengo yo misma, me convertí en eso que supongo que debo ser, aquí, quedándome a su lado con culpa, acompañándola hasta el colectivo, esperando hasta que se vaya, charlándole hasta el final. Me agradece mil veces la molestia, nunca saliendo de su ofuscación, nunca sacándola de su convencimiento. Pregunta por mi apellido, se le digo y ella lo repite: también polaco.

1 comentario:

cristian dijo...

Me gustó mucho como escribiste este relato! Te imaginé ahí al lado de la señora! Y finalmente….. le diste lo que pedía Helena..un apellido!